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Durante la semana de abril en la que mi madre estaba en el hospital apagándose, lenta pero irremediablemente, hizo un frío de espanto. Las noches eran heladoras, las mañanas frías, el viento se alió con las nubes y así los días eran grises, tristes, presagiadores de lo que iba a suceder. A mi madre le encantaban los días así, se arrebujaba en su sillón con las piernas metidas debajo de la falda camilla, con el brasero puesto para calentarse las pantorrillas. Le gustaba sentir que en lo desapacible del tiempo ella estaba guarecida, a salvo, en su casita que siempre estaba limpia, ordenada, caliente.  Ella decía que lo que le gustaba era el invierno, pero tenías que verla en primavera, ¡cómo disfrutaba de ver sus flores! Se mudaba a la casa del campo en los primeros días de mayo para ver la explosión de colores que cada año exhiben sus plantas; blancas, rojas, azules, moradas. Verlas le alegraban el ánimo, se deleitaba en la belleza infinita de las flores que acariciadas por el sol sacan todo su esplendor. En el verano ya, los mediodías debajo de la higuera para el aperitivo y un chapuzón, tal vez antes de comer, si el calor ya era demasiado para, así, pasar la siesta arropadita con una manta. El calor le traía placeres del invierno, y eso le reafirmaba su idea del gusto por el frío, pero de eso ni hablar, a ella le gustaba, sobre todo, estar calentita.

El calor del verano la agobiaba un poco, es verdad, pero le traía el alboroto para el que tan bien estaba hecha: tardes enteras de piscina llena de niños y ella feliz en esa algarabía de gritos, saltos, salpicones y risas. Siempre atenta a todos y a todo, animando a las peleillas, azuzando a los pequeños para competir con los grandes y llenando pancitas de bocadillos y helados. Y cuando iba llegando la noche empezaba a invitar a todos los presentes a quedarse a cenar también, porque donde comen dos comen tres. En el verano, en su casa de campo, con sus flores y sus hijos, nietos y amigos llenando todos los rincones a todas horas se sentía pletórica, “yo no necesito nada más, así soy muy feliz” decía, y vaya si lo era.

La madrugada en la que murió mi madre un frío glacial recorrió la habitación donde dormíamos mi hija y yo, también llegó a la habitación de mi hermana. El frío que pasó en esos minutos no tenía nada que ver con el de la calle, esa corriente helada nos anunció que mi madre se había marchado físicamente de este mundo. No me hizo falta leer un mensaje que sonó a los pocos minutos de sentir ese intenso soplo de muerte. La muerte de la persona que me dio la vida pasaba a decirme adiós.

Nunca he sabido muy bien que pensar sobre la vida después de la muerte, pues la religión me resulta complicada, pero de alguna manera hay en mí una cierta inclinación cada vez más pronunciada hacía el más allá. Hace dos años escribí un artículo relatando la maravillosa conexión que surgió entre mi hija de 6 años con las tumbas de los más pequeños del cementerio de Carrillo. Escribí sobre como las barreras físicas se traspasaban creándose algo que conectaba los dos mundos. También recuerdo que mi madre se emocionó al leerlo y hasta me lo elogió, algo que no era habitual en ella pues tenía la firme creencia de que ser severo con los hijos es la mejor manera de prepararlos para la vida y sus terribles avatares.

El día 24 de abril, en el cementerio de Almagro, confirmé las sospechas que nacieron en Carrillo el día que mi hija jugaba entre tumbas de niños de su edad. Ataviada con la ropa de mi madre( sus botas, un pañuelo, calcetines, bragas, todo lo que parecía haberme dejado preparado para que pudiera vestirme ese día y, especialmente, un abrigo que al ponérmelo me abrazó con el cuerpo entero de mi madre, como si ella aún estuviera allí, dentro de aquella prenda de vestir tan amorosa, tan bien cuidada) y junto a mi hija, mi padre, hermanos, familiares, algunos estuvieron más de una semana acompañándonos cada día en el hospital, y amigos del alma como Irene, enterramos el cuerpo de mi madre, un cuerpo que yo ya no reconocía porque se le había escapado el alma que le había dado vida durante 76 años. Era Domingo y el día estaba tan frío como los anteriores, el cielo plomizo, gris y desolador como el silencio que impera en esos últimos momentos en los que desaparece de tu vista lo poco que queda de la persona que amas tanto, esos momentos terribles en los que la muerte asesta el mazazo final, ese en el que por unos segundos la pesadilla se hace realidad. Y justo en ese momento final, el sol se abrió paso entre las nubes y varios rayos de sol de una calidez infinita iluminaron la tumba de mi madre. Animadas seguramente por ese sol que parecía llevar la voz de mi madre diciendo “llevaros las flores a casa, anda venga, coger las que os gusten para vosotras”, mi hermana y algunas sobrinas, hermanas y nietas de mi madre recogieron con muchísima ternura estas flores, regadas por el sol en el que mi madre se había transformado, para llevárselas a casa y hacerle un pequeño altar a la gran Feli. Yo sentí que mi madre se había ido de este mundo pero que definitivamente nunca se iría de mi lado, la sentí en mi interior con la fuerza del sol y de todos los elementos de la tierra y desde ese día me mima y me cuida desde lugares inabarcables y mágicos como el amanecer y las olas del mar.

En poco más de un mes, la dureza de la muerte nos golpeó de nuevo, esta vez era un amigo, el chico de la sonrisa perfecta, Josema, amigo de mis hermanos mayores desde que eran chavales y amigo, por ende, también de la familia. Vi a Josema miles de veces en mi casa, incluso una vez que se puso enfermo y estaba solo se vino a nuestra casa para que mi madre lo cuidara, siempre andaba con mis hermanos y yo lo veía como si fuera otro de ellos. A Josema se le veía siempre feliz, sonriente, elegante y guapo, muy guapo. Josema, Beto, Fernando y Gonzalo, los guapos del pueblo, bueno habría otros, pero para mí no. Beto murió de repente, en un accidente de coche, una mañana cualquiera, con la crueldad que eso conlleva. Yo estaba muy lejos y tuve que leer mil veces el mail de mi hermano en el que me informaba del accidente múltiple que había habido y en el que también estaba Beto… Beto, Beto… su nombre sonaba sin parar en mi cabeza durante días y semanas, no podía creerlo y no podía dejar de recordar su risa y sus ojillos traviesos cuando me decía; “María, cuando tengas 18 años me voy a casar contigo”, Beto era un ser maravilloso.

A Josema lo despedimos cientos de personas en la Iglesia. La misa de su funeral fue un homenaje precioso al coraje con el que nuestro amigo luchó contra su enfermedad y la gallardía con la que afrontó su inevitable final, fue una oda a la vida, una invitación a seguir viviendo y amando a las personas que se van desde nuestros corazones, a deleitarnos en el recuerdo de los momentos que tuvimos la suerte de compartir. Nunca vi una iglesia tan llena de gente, aplaudiendo de emoción después de escuchar, sin aliento, las palabras tan llenas de pasión de vida pronunciadas por los familiares de Josema. Al terminar la misa, todos salimos y esperamos allí para darle el último adiós, su cuerpo iba a ser incinerado y, por tanto, no iba a haber ceremonia en el cementerio. A la puerta de San Bartolomé, en un día soleado y tranquilo, en el momento en el que el ataúd entraba en el coche fúnebre, se levantó de la nada un viento fuerte que parecía ir hacía arriba, como el viento que levantan las aspas de un helicóptero que sobrevuela encima de tu cabeza. No sé qué pensarían los demás, pero Gonzalo y yo supimos, con la certeza que da lo que se siente directamente en el corazón, que Josema se estaba despidiendo de todos envuelto en su elemento de vida, el viento. El mismo viento que siempre lo había llevado a volar tan alto como para llegar a ser teniente coronel del Ejército de tierra antes de los 49 años de edad.

Tal vez todo esto solo sea una ilusión mía, algún tipo de consuelo ante el abismal vacío que deja la muerte tras de sí, pero de verdad creo que, si al sentir el frío, el sol o el viento te parece que alguien amado te acaricia, te habla o te sonríe, entonces es que esa persona sigue a tu lado amándote y no se ha ido.

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