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Hay una frase popular que dice que uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde, cierto, pero incompleto, le falta decir que además lo que se pierde casi siempre es lo que menos uno espera perder. Yo perdí mi capacidad para dormir plácidamente toda la noche de un tirón. No sé a qué se debe y tampoco se cómo hacer para volver a caer en los brazos de Morfeo durante al menos siete horas cada noche. Ni la luz, ni el ruido, ni mi madre, con todo su ímpetu abriendo la persiana de mi habitación mientras recitaba una retahíla de razones por las cuales ya tendría que haberme levantado, lograban sacarme de las garras del sueño. Si alguien me hubiera dicho que eso iba a cambiar tan radicalmente en unos años, me habría reído a carcajada limpia.

Ahora me paso muchas noches en vela, sin razón aparente. El insomnio es una verdadera tortura y además lo padece demasiada gente en el planeta. Hay muchos estudios sobre por qué nos pasa esto, pero hay pocas soluciones y, sin embargo, es fácil agravarlo solo con preocuparte por ello. Por eso, normalmente, yo me lo trato de tomar con calma, hago ejercicios de respiración o escribo este tipo de artículos mentalmente. Pero a veces, la mente se dispara y pienso en mil y una tontería a la vez. También por supuesto, pienso en mi madre, aunque en ella, debo decir, pienso cada día en muchos momentos y casi siempre logro convencerme de que aunque no está físicamente, para mí sigue existiendo porque está dentro de mí.

Pero la otra noche no lo conseguí, y tal vez en un truco de la mente para mantenerme despierta en mitad de la madrugada, pensaba solo en su ausencia. Esta idea se empezó a hacer cada vez más fuerte y real hasta que llegó un punto en el que el corazón me oprimía. Me levanté de la cama para comer algo, a ver si así después podía volver a dormir, y me sorprendió que fueran las 5.30 am y que aún estuviera tan oscuro, pero aún así salí a la terraza a comerme lo primero que pillé en la nevera. Estar afuera, sentada sola en una silla, rodeada de oscuridad solo aumentó mi angustia. Volví a la cama sintiendo que no solo la tristeza se había apoderado de mí,  sino también la desolación y el malestar físico que brotaba desde mi interior, sin poder remediarlo me puse a llorar. Mi amado esposo se despertó y me consoló sabiendo, sin preguntar, la causa de mi amargura. Sin embargo, no pude volver a dormirme hasta que entró el día totalmente y a eso de las 9 de la mañana volví a intentarlo, esta vez, en la cama de mi hija, donde tuve claramente el presentimiento, hace casi dos años, de que mi madre se estaba yendo.

Y ahí apareció ella, hablándome de unos abrigos que están en mi casa de Almagro, y entonces, dentro del sueño, caí en la cuenta de que no era un sueño, sino una visita y me acerqué a ella para decirle que sí sabía que tenía esos abrigos pero que me daba igual, que lo que pasaba es que ella no lo sabía, pero yo había estado en casa en navidad, pero ella no estaba, y que todo está tan vacío sin ella, que ya nada es igual, que todos la echamos tanto de menos y la necesitamos. Y a medida que le iba hablando iba llorando y llorando más fuerte, y ella me abrazaba y me decía “lo sé, María, claro que lo sé, pero ahora tiene que ser así, ahora es así” y nos quedamos abrazadas mientras yo lloraba desconsoladamente en su cuello y ella me acariciaba la espalda, abriendo y cerrando los dedos, como cuando rascas, ese gesto que ella siempre hacía para decir te amo.

Desperté con la certeza de que mi madre me había vuelto a visitar en sueños, como muchas veces hace. Desperté con su tacto aún pegado a mi piel.

Unas horas después me fui a surfear. De camino a la playa Corozalito no podía dejar de pensar en el sueño, me sentía bien por un lado por haberla visto, hablado y sentido como lo hice, pero sus palabras “ahora es así” me devolvían al dolor de su ausencia.

El mar estaba hermoso, agua clara, temperatura perfecta, olas amables pero poderosas que me invitaban a entrar a jugar, a fundirme con el océano.

Me metí al mar sintiendo que no estaba sola, a pesar de que en todo ese pedazo de océano Pacífico solo estábamos Tano y yo. Agarré la primera ola y sentí esa perfecta comunión que se produce entre la ola y el surfista cuando uno lo hace realmente bien. Sentí que íbamos al mismo ritmo, que nos movíamos en un compás armónico, casi perfecto. Al terminar la ola, sentí ganas de reír, de saltar y en un gesto impulsivo le tiré un beso al cielo. Volví al line up y sentía que mi madre estaba ahí, sentada en la tabla conmigo esperando la siguiente ola. Tenía ganas de llorar y al mismo tiempo me invadía la alegría de estar con ella, de una manera tan especial, tan única, como nunca podría haber estado con ella cuando estaba viva.  Y las olas se fueron sucediendo de la misma manera que la primera, algunas más largas y otras más cortas, pero en todas tenía esa sensación de no estar sola, en todas me parecía escuchar la risa de mi madre y su voz diciéndome “María, ¿ves, tonta, que bien lo estamos pasando?”.

Salí del agua casi dos horas después con una sensación de plenitud inmensa, tranquila, serena, como si una luz interior se hubiese prendido en mi interior y me diera calor. Di un paseo por la playa para agradecerle a mi madre que, una vez más, me hubiera cuidado todo el día, y que hubiera jugado conmigo como si fuéramos dos amigas de infancia en un día de verano, o mejor dicho, como una madre y una hija, cuando la hija es pequeña y la madre solo tiene ojos para deslumbrarse con su linda hija riendo y disfrutando del sol y de las olas del mar y cuando la madre es para esa hija la persona más importante y maravillosa de su vida.

“Con el vaivén del mar, que va y viene deja que te agarre.

Con el vaivén del mar, que va y viene deja que te ame”

Así dice la canción, María la curandera, así lo siento yo.

 

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