Select Page

Tengo cuatro hermanos, de los cuales solo uno es una mujer, Laura, a quien prometo dedicarle un artículo pronto. Los otros tres son varones, Fernando, Gonzalo y Luis y todos son mayores que yo, durante siete años fui la pequeña. Con ellos me he criado, he jugado, me he peleado, especialmente con Luis, y de ellos he aprendido muchísimo de lo que hoy sé. Mis hermanos siempre han estado a mi lado, me han protegido y defendido, me han guardado secretos y se han convertido en mis cómplices y mis maestros. Con cada uno de ellos tengo una relación diferente, pero a los tres les debo el haber desarrollado una forma especial y bella de relacionarme con los hombres desde que soy pequeña.

Además de mis hermanos, en mi vida siempre han estado también los amigos de estos. Me fascinaba estar con ellos y, por eso, siempre que escuchaba una voz joven y masculina en casa saludando a mi madre, con esa amabilidad tan galante que conquista por igual a madres y jovencitas, dejaba lo que estuviera haciendo y me iba corriendo a la habitación de mis hermanos. Los amigos me saludaban a mí también con una camaradería que me invitaba, o eso quería yo, a quedarme con ellos. Me sentaba en una silla y, sin decir ni una palabra para no molestar y que no me echaran del cuarto, los observaba y me deleitaba en sus rituales de hombres jóvenes. Ponían música de Barricada y hablaban de cosas que yo ni entendía ni me interesaba, solo me quedaba con el sonido de sus voces y gestos varoniles, sus risas, bromas y pullas y alguna sonrisa o pregunta que me dedicaban de vez en cuando.

Yo disfrutaba muchísimo de estar con ellos, me parecían tan divertidos y atractivos.

Cuando en la calle las chicas de la edad de ellos me paraban para preguntarme si yo era hermana de los Pozo, sentía el pecho henchido de orgullo de tener acceso a la intimidad del cuarto de los chicos que despertaban suspiros y pasiones en la población femenina del pueblo. Me regocijaba en el “¡Eh, María!”, que con familiaridad me decían a modo de saludo estos amigos en la calle, pues me parecía como si hubiera sido aceptada así en un clan de hombres increíbles al que toda adolescente del momento quería pertenecer. Los amigos de mis hermanos se convirtieron también así en amigos míos, en mis otros hermanos.

Los hombres me encantan con esa forma de ser tan sencilla, honesta, y diferente de las mujeres; con los hombres siento que no hay nimiedades que puedan empañar la amistad, pues casi nunca le dan importancia a nada, tienen una gran capacidad para pasar página diciendo simplemente “a mí me la pela” y, con eso, el tema queda reducido a cenizas. Además, se meten unos con otros de las maneras más crueles para conseguir levantar la grada en una estruendosa carcajada. He oído como se dicen cosas como: “y si te gusta jugar al futbol, ¿por qué no aprendes?”, sin que eso afecte en lo más mínimo al insultado, tienen una autoestima envidiable. Otra cosa es que comparten aficiones deportivas, musicales o de cualquier tipo durante horas para después darse homenajes de cerveza con la testosterona por las nubes.

Seguramente tienen todavía mucho de cavernícolas y , muchas veces, la sensibilidad les brilla por su ausencia, pero a mi me gusta esa forma un tanto rudimentaria que tienen de tratarse entre ellos, sin tapujos ni secretitos. Cuando tengo clases de solo varones me parece que las cosas fluyen de manera más fácil, me cuesta imaginar a alguno malinterpretando una broma o un comentario, las cosas son más simples porque las frustraciones y las dificultades se convierten en objeto de risa o no se piensan más y punto.

Con los hombres siento algo que, tal vez, sea más puro en mi propio interior. Pero no es mi intención hacer una comparación entre hombres y mujeres, porque ese no es el caso y a las mujeres las amo y las respeto como hermanas, pero yo soy una de ellas y, por tanto, lo que me llama la atención es el mundo de ellos, tan diferente.

Por eso, siempre me ha encantado tener amigos hombres. Uno de mis primeros amigos fue mi vecino Javier, el hijo de Prado. Con él me podía pasar toda la tarde jugando en su patio sin aburrirme y sin que nos peleáramos ni una sola vez. Tampoco sentía que después de estar un día entero con él debiera incluirlo en mis juegos del día siguiente con amigas ni nada de eso, era una amistad libre y sin ataduras por ninguna de las dos partes. Mis hermanos me hacían bromas para molestar diciendo que éramos novios, y de verdad me molestaban porque me daba repelús pensar en novios a esas edades de la vida. Y es que eso también está tan trillado… cuando tienes un amigo cercano siempre hay alguien que piensa en que no puede ser solo eso… ¡qué pereza!

En Alicante, con mi inseparable Miluco me convertí en la “pseudo”, porque a sus amigos les parecía imposible que nos pasáramos el día haciendo cosas de novios sin que hubiera nada más entre nosotros. Durante algunos años desayunábamos, almorzábamos y casi cenábamos juntos, jugábamos al squash, veíamos series de televisión (“Nip and tuck”), le hacía purés cuando estaba enfermo, salíamos de fiesta, fuimos juntos a London don don in the rain, yo era su banco de crédito personal y él mi paño de lágrimas de mis desamores con Alberto y, sobre todo, me reía, nos reíamos, hasta que no podíamos más, hasta que nos dolían las mandíbulas. Miluco es uno de los hombres más hombres que conozco y, sin duda, uno de mis mejores amigos para el resto de mi vida, aunque nos separen los kilómetros y los años de no vernos.

En cada etapa de mi vida he tenido algún grupito pequeño de inseparables como Carlos, David y Pedro en la facultad o un súper amigo como Jove en Noruega, con los que nunca he tenido más que pequeños altercados o malentendidos, pero nada más. También grupos de amigos grandes, como todos los de Pelahustán y la Cañada, que, aunque son amigos originalmente de mi esposo, pues ahora también son míos.

Sin embargo, al llegar a Costa Rica esto se acabó. Claro que conocía algunos chicos, especialmente porque mi esposo es el hombre con más amigos sobre la faz de la tierra y, por ende y como continuación de la estela de mis hermanos, desde hace 15 años comparto casi a diario con un montón de colegones sus historias, las groserías que se les ocurren, las consiguientes risotadas y también muchos temas de conversación super interesantes y polémicos, lo cual me encanta. Pero hasta no hace mucho no tenía ningún amigo que fuera “mi amigo”, que me llamara a mí, específicamente, para hacer algo juntos y lo echaba demasiado en falta.

En Costa Rica, la amistad entre hombres y mujeres es un poco más complicada que en otros lugares, porque rapidísimamente se va la cosa hacía lo anteriormente mencionado de que, si te ven tres veces con uno tomando birras, los rumores sobre lio amoroso empiezan a correr como la pólvora. Los ticos tienen fama de ser extremadamente mujeriegos y, por tanto, les cuesta entender que se puede hablar y tratar a una mujer sin acabar enrollados, y como yo tenía a mi esposo desde el día uno de llegar pues fui descalificada del juego, algo así debió pasar. Hasta que empecé a surfear.

El surf es una de las cosas más inesperadas que me han pasado en mi vida, nunca pensé que un día me interesaría surfear, aún menos que llegaría a poder hacerlo medianamente bien y todavía más lejos que esto me traería la amistad de hombres maravillosos.

No sé mucho de cómo funciona el surf en otros lugares, pero sí bien es cierto que es un deporte que llama mucho al postureo, a posar con el pelito suelto, el moreno de escándalo, lucir musculitos o bikinis imposibles con tabla bajo el brazo, también puede ser algo muy diferente y especial, y en Sámara para mí, al menos, ha sido el descubrimiento de un mundo lleno de hombres que comparten su pasión y su saber de buena gana con mujeres principiantes como yo.

Al poco tiempo de empezar a surfear empecé a notar que muchos chicos que nunca me habían dedicado ni siquiera una breve mirada, empezaban a saludarme y a interesarse por mis progresos en el surf. De esto hablé en otro artículo sobre surf. Pero, tiempo después, cuando seguramente se dieron cuenta de que era más terca que una mula y a pesar de los cortes, las medio ahogadas y los constantes wipe outs no iba a dejar de intentarlo, empecé a notar que el saludo y la simpatía se convertían en fraternidad, empecé a sentir que me trataban como a un igual y así, gracias a las conversaciones de surf he ido creado un grupo de amigos en Sámara con los que me siento tremendamente bien dentro y fuera del agua y con quienes comparto esta pasión y también la vida.

Aunque hay mujeres surfeando, casi siempre me veo rodeada de hombres y aunque no sean todos amigos míos, me siento parte de esa comunidad de hombres en la que siempre hay algunos que tienen una palabra de aliento para los días en los que la frustración se me sale por las orejas y quiero abandonar el deporte, están esos que me gritan “Dale tía, esa es la tuya” para que reme la ola que a priori descarto por miedo, los que me dicen “¡ah no!, es que hoy está malísimo para todos” para que no me desmotive, aunque bien sé que, a veces, son mentiras piadosas pero las agradezco de corazón, compitas que me cuentan que a ellos también les supera a veces todo esto de enfrentarse a las olas y que se alegran y me vitorean y piropean las buenas olas. Y, por supuesto, está mi clan de amigos:

Mi querido y adorado Tim, con quien además de surfear y estudiar español, bebemos birras y hacemos Happy hour sunset en su casa muchos viernes para reírnos y también para hablar de aquellos que habitan en nuestros corazones, gracias por ser mi amigo.

Alejandro, que está como una cabra y le encanta sacar su repertorio de expresiones españoletas, y que me llevó por primera vez a surfear a Camaronal y acabamos en el doctor Fredy cosiéndome un quillazo que a poco me rebana la rodilla, gracias por ser tan buen compa y seguir llevándome a surfear a esa playa de ensueño y pesadilla al mismo tiempo.

Javi Moya, surfo de pecho plateao que, aunque ya era amigo de antes, después de escucharle por años hablar solo de futbol con Patxi, ahora es mi supercompa y nos mandamos podcasts para contarnos nuestras peripecias surfas.

Tano, que tiene huevos para vender y también para ver a un tiburón saltando a unos metros de él y seguir ahí cabalgando olas, gracias por los surftrip a Corozalito, Barrigona y Camaronal, y por estar siempre dispuesto a volver a meterte al agua conmigo para que no me vaya sin una buena ola.

Hombres, todos, que me acompañan en las alegrías y en los triunfos sobre las olas y que me dan seguridad y confianza cuando me vuelvo diminuta y frágil en mi tabla.

También tengo amigas surfas, claro, a ellas les dediqué un artículo entero, y es gracias a mi amiga del alma Sonja que, de hecho, empecé a surfear.

Tengo la suerte de contar con mujeres en mí vida que son seres de luz, excepcionales y maravillosas, pero sé que, tal vez, a algunas mujeres les pueda parecer que todo esto de los hombres suena muy bonito pero que, en realidad, muchos tratan con condescendencia a las mujeres, que hacen mansplaining, o sea, ningunearlas, en español, considerarlas inferiores cuando, por ejemplo, en el surf, te señalan qué ola remar o cómo pararte mejor en la tabla.

Yo no siento nada de eso, sino que más bien me siento como con mis hermanos; valorada, protegida, cuidada, respetada, incluida y también ¿por qué no?, querida.

Facebooktwitterredditpinterestlinkedinmail