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De Torres Quevedo me enamoré a primera vista, aunque no fue mi primer amor. El primero, sin lugar a duda, fue Berenguer de Marquina, y nunca lo podré olvidar, tal vez, por la brevedad de nuestra relación. Espero que no piensen que hablo de un Leonardo, inventor de cosas como el teleférico, o de un Félix Ignacio Juan Nicolás Antonio José Joaquín, vaya tela con los Virreyes de la Nueva España como se la gastaban con los nombres, claro que no, demasiado viejos y muertos para mi veintena. Estoy hablando de los áticos del número 27 y 17 respectivamente.

Siempre me han gustado las casas, pero nunca había sentido amor por ellas hasta Berenguer de Marquina. Desde pequeña, cuando entraba en la casa de alguna amiga, sentía una curiosidad inmensa por recorrer cada estancia. Me detenía a ver los detalles, las fotos y los cuadros, los libros, la disposición de las mesas y sillas en la cocina y en la sala. También los olores y la luz, los colores, la energía en general que irradiaba la casa. Esto, me sigue pasando, y no puedo resistir la tentación de que me den un tour por la casa, algo que, en España, no sé por qué, se hace mucho más que en otros países.

Las casas son nuestros castillos, nuestro reducto de seguridad y privacidad. La casa es el lugar más importante que uno tiene después del propio cuerpo, porque es en la casa donde uno se siente protegido de todo lo que acecha afuera, es donde acudes finalmente, por mucho que te guste la calle, para desconectar, descansar, recargar pilas, estar tranquilito un rato y, después, volver a salir. No hace falta ser una persona super casera para que tu casa sea tu hogar.  En mi caso, a ratos soy de lo más casera y no encuentro ninguna razón para querer salir y poco después empiezo a sentir que se me cae la casa encima y necesito salir a donde sea.

Cuando estoy en casa quiero sentir que la casa me abraza y me acoge en su interior como si fueran los brazos de una madre. Y, por eso, hasta en mis épocas más callejeras, he querido tener una casa bonita, no solo funcional o cómoda. La comodidad es importante claro, pero la belleza lo es más aún. Por eso, después de subir los cuatro tramos de escaleras de caracol, con muy poco encanto por no decir nada, cuando la puerta del ático derecha de Berenguer de Marquina se abrió, me quedé boquiabierta sintiendo el poder de la belleza entrando a raudales por mis ojos.

Hasta ese momento había vivido en la casa de mis padres, una residencia de estudiantes y pisos compartidos, más o menos normales, sin mucho encanto, funcionales, básicos y baratos. Lo que me había funcionado bastante bien. Siempre traté de que mi habitación fuera lo más acogedora posible, donde fuera que viviera, poniéndole decoraciones y distribuyendo los muebles lo mejor que se pudiera, y así creaba mi pequeño espacio en el que me sentía bien, a gusto. Pero el día que crucé el umbral de Berenguer de Marquina me sentí como en otra realidad solo de pensar que yo podría vivir ahí. La casa era hermosa, tenía una terraza pequeña pero llena de maceteros enormes con plantas que cubrían todas las paredes, muebles de teca, velas y detallitos que te hacían sentir como en una pequeña jungla. En el interior se combinaba lo rústico y étnico con lo moderno, y así en mitad de la sala había una chimenea coronada por una máscara traída de no sé donde junto a un sofá totalmente modernista, un microondas amarillo chillón al fondo, en lo que empezaba a ser parte de la cocina, alicatada con azulejos tradicionales de un tono opaco preciosos y, detrás de esta, un baño lleno de corazones de Agatha Ruiz de la Prada que conectaba, a su vez, con la habitación que tenía muebles y armarios de épocas remotas con tiradores de porcelana pintados a mano. Los techos eran altísimos con vigas de madera, las paredes tenían tonos anaranjados y los suelos eran de parqué. Y con esa forma circular que conectaba una estancia con otra me parecía que era la casa con la que había soñado toda mi vida, sin ni siquiera saberlo.  A pesar de no ser la candidata con mejores garantías económicas para alquilarla, logré que la dueña me la alquilara a mí usando una de mis mejores herramientas de convencimiento, la escritura. Le escribí un email a Elizabeth tan sumamente ñoño y prometedor de que no iba a tener ni un solo problema conmigo que, a las pocas semanas, en abril, me mudé.

No cabía de la alegría, no quería salir a ningún sitio, solo me apetecía estar ahí mirando y remirando las paredes, los muebles, las plantas. Disfrutaba de los detalles más pequeños como lavar los platos y dejar la cocina limpia, de tenerlo todo ordenado y en su sitio, como había visto hacer a mi madre siempre con su casa, sentarme a leer en el sofá, y deleitarme en las noches con la luz que las velas proyectaban en las paredes color melocotón y el ruido de las pisadas en la madera. Vivía en un verdadero sueño inmobiliario hasta que dos meses después, una tarde, noté una sacudida como de terremoto. No entendí que era hasta que dos días después vinieron a desalojarnos del edificio.

Toda mi alegría se mudó en desencanto, que se fue convirtiendo en ansiedad a medida que la posibilidad de volver a habitar el edificio se iba alargando en el tiempo y las noticias se iban tornando más y más pesimistas. Resultó que la construcción del edificio contiguo había causado daños en la base del nuestro y había un alto riesgo de que Berenguer de Marquina número 17 se viniera literalmente abajo. Precintaron el edificio y no fue posible entrar casi ni a recoger ropa. Sin embargo, cuando habían pasado algunas semanas, yo empecé a colarme y subía hasta mi amada casita, regaba las plantas y lloraba de tristeza sentada en el sillón un ratito. Posiblemente no fue muy inteligente hacer eso, pues si de verdad el edificio se podía caer, estar ahí regando plantas y fustigándome por haber perdido mi ático por causas ajenas a mí, era realmente estúpido por mi parte, pero ya se sabe lo que pasa cuando uno está enamorado, y yo lo estaba totalmente de ese lugar.

Finalmente, pasé el verano de aquí para allá, en casas de amigas, hoteles, yéndome más tiempo del que me habría gustado a casa de mis padres y, al final, salimos en los periódicos y se decretó que pasaría más de un año antes de que se pudiera volver a vivir en el edificio. No podía ser nómada más tiempo. Así que me busqué otro piso y devolví las llaves para no subir más a hurtadillas.

Tuve suerte y encontré un piso muy lindo, no tenía nada de la magia de mi Berenguer, pero al menos, tenía buena vibra y me sentía a gusto.  Pasaron unos tres años hasta que encontré a mi nuevo amor, Torres Quevedo. Creo que me enamoré de Torres Quevedo por las mismas razones que de Berenguer de M, no es que fueran exactamente iguales, pero sí tenían elementos comunes, la terraza, que ahora era más grande, el color de las paredes, el tipo de muebles y muy buena energía. Me pareció haber encontrado lo más parecido posible a lo que tuve así que esta vez me lancé de cabeza a casarme con mi nuevo amor, me fui al banco y me condené a una hipoteca por los siguiente treinta años. Claramente, si subir a regar plantas en un edificio precintado por riesgo de derrumbe no es muy inteligente, firmar una hipoteca por treinta años, cuando eres una cabra loca que no sabe dónde va a poner el huevo, tampoco lo es, aunque a priori suene como una inversión y todo eso. Claro que eso solo lo supe años después cuando quise vender el piso y resultó que la burbuja inmobiliaria había explotado y mi flamante ático valía lo que una plaza de garaje.

Sin embargo, aunque no pudiera venderlo en un momento dado no puedo tampoco arrepentirme de haberlo comprado, cada cosa llega cuando tiene que llegar, pues disfruté muchísimo de cada día que viví en esa casa y me brindó la oportunidad de vivir cosas que nunca voy a olvidar como fueron los dos primeros años de vida de mi querida hija. Gracias a este maravilloso ático conocí a personas igualmente maravillosas como Marisa, la única compañera de piso que tuve en todos esos años antes de irme a hacer las américas y volver a Alicante con esposo en ciernes y embarazada. Como dije Marisa es una maravilla, una persona encantadora, adorable, tierna, generosa y divertida que, muy a mi pesar, pasaba poco tiempo en la casa y fue ella quien la bautizó como la casa del amor y las verduras, y en honor a su nombre, allí mismo conoció a Miguel, a quien con mucho dolor tuvimos que despedir algunos años después.

Ahora, dieciocho años después de haber adquirido este nido de amor, risas y paz, estoy a punto de despedirme de mi querido Torres Quevedo. Parece que ahora sí llegó el momento, pero siempre voy a guardar en mi corazón momentos inolvidables y mágicos como esos primeros días en los que mi madre y yo nos volvimos locas de emoción y compramos casi todos los muebles de un solo tirón, y nos divertíamos como niñas pequeñas decorándolo todo y moviendo muebles de un lado a otro. Siempre voy a recordar la magnífica librería que compré, una mañana que no tenía nada mejor que hacer, y que fue tan increíblemente difícil hacerla entrar en el piso que estoy convencida de que nunca más va a volver a salir de ese rinconcito, que parecía estar predestinado para acoger a tan bello mueble. Las cenas, las fiestas y los fines de semana con la casa llena de amigos y familia. El primer día que llegué a casa con mi África recién nacida en mis brazos. Mi vecina Laura, que ha sido un ángel de la guarda cuando yo no he estado ahí para atender todas las necesidades que han ido surgiendo. Consuelo, con sus idas y venidas, para bien y para mal. Todos los inquilinos que, a excepción de uno, fueron dejando un poso de amor entre esas paredes y, por tanto, han colaborado enormemente a que Torres Quevedo 27 nunca dejara de ser la casa del amor. Y tantas y tantas cosas más que podría seguir escribiendo eternamente.

Ojalá los nuevos dueños mantengan la mágica energía de esta casa a través de momentos y experiencias únicas, ojalá se enamoren como lo hice yo y todos los que tuvimos la suerte de pasar aunque solo fuera un ratito en su interior.

Hasta siempre, amor mío.

 

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