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Si me preguntas sobre un día cualquiera de la semana pasada, es muy probable que no recuerde que estaba haciendo y muchísimo menos que estaba sintiendo. Sin embargo, si me hablas del 5 de septiembre del 2012 a las 8.43 de la mañana puedo contarte toda una historia.

Para mí era un miércoles un poco especial porque el día anterior habían venido de visita unos amigos de España, Juan y Bárbara, y eso siempre es un acontecimiento, sin embargo, mi plan matutino era trabajar mientras que el de ellos y mi esposo era ir a un rio, al del Torito, que tras una caminata de una hora y media de pura vegetación, martines pescadores y pozas donde refrescarte, llegas a una cascada maravillosa donde es fácil que una gran mariposa azul te dé la bienvenida. Hermoso el lugar.

Esa semana tenía un grupo de cinco suizos muy jóvenes en un nivel muy principiante, y mi aula era la de al lado de la cocina, en la planta baja, una de las más pequeñas y cerraditas de la escuela. Las clases dan comienzo a las 8 y había pasado poco más de media hora cuando un sonido atronador nos envolvió de forma violenta, parecía que un tren estuviera pasando por la segunda planta de la escuela, justo por encima de nuestras cabezas.

En ese momento yo llevaba un año y medio viviendo en Costa Rica, y desde que llegué había escuchado con fascinación las historias que la Tita Marlen nos contaba sobre cómo la tierra, en este país de volcanes y placas tectónicas, tiembla de vez en cuando. Acostumbrados a vivir en un país de naturaleza salvaje donde la madre naturaleza se luce en todo su esplendor y hace gala de su poderío, la Tita, al mínimo movimiento, se volvía loca gritando “está temblandoooo” y sacaba a todo el mundo que estuviera en la casa al jardín y con el pánico brillándole en esos ojos de color azul infinito que tiene, les aullaba a los hijos: “Recen, cabrones, recen”.

Así pues, aunque me ahorré el improperio, sin un resquicio de duda a equivocarme o parecer ridícula, di el grito de guerra al estilo de Doña Marlen un segundo después de que hubiera empezado el ruido atronador, justo cuando los lápices y cuadernos empezaban a dar saltos encima de la mesa. No había terminado de gritar cuando ya me encontraba al otro lado del aula. No sé de dónde saqué la agilidad de gacela del mismísimo Rio Mara para saltar casi por encima de las cabezas de los 3 estudiantes que se interponían entre mi posición y la salida, pero lo hice y casi estaba en el jardín cuando vi a mi amigo y compañero Ulises en un bamboleo tal que parecía un surfista sin tabla y sin agua pero con el suelo a sus pies ondulándose como si Poseidón le estuviera imprimiendo toda la fuerza posible a su tridente, dejando claro así quien es el dios de los mares y el agitador de la tierra.

Y es que ahí debía estar Neptuno también haciendo fiesta con Poseidón pues el terremoto se originó a 8 kilómetros de nuestra playa Sámara, concretamente frente a la zona de Cangrejal, por donde apenas un minuto antes se había visto la insólita imagen de mi amiga la Negra paseando con su esposo, Jose. Los ticos vaticinan con aplomo que va a temblar cuando ante ellos pasa algo raro, poco común, cuando se dan coincidencias extrañas o cuando el calor se vuelve descomunal. Tal vez les debemos la experiencia del segundo terremoto más grande de la historia de Costa Rica a esta peculiar pareja, que nunca más ha vuelto a osar pasear juntos por la playa.

La magnitud del terremoto fue de 7.6, lo que traducido en palabras ticas es “un pichazo”, así que en cuestión de segundos toda la escuela estaba en el jardín, llorando, con caras de angustia y desesperación. Nuestra escuela tiene un lugar privilegiado y único, está justo en frente de la playa. El verde del jardín se une con la arena. Sin embargo, cuando se produce un fenómeno de esta naturaleza estar cerca del mar no es precisamente lo mejor del mundo. Así que, tras los primeros segundos de sacudida, que fue como medio minuto, y la segunda sacudida que duró otro medio minuto, quedó claro que lo que había que hacer era rezar, pero, sobre todo, correr hacía un lugar en alto.

No tengo unos recuerdos muy nítidos de lo que pasó entre el primer impacto y el segundo, pero sé que, entre medias, mis amigos y Patxi llegaron a la escuela. Hablamos y yo les dije que me iba a quedar en la escuela porque, ignorante de mí, pensé que tal vez volveríamos a clases, y ellos me dijeron que se iban a la playa, la peor decisión posible. De forma que cuando me vi arrastrada hacía la calle principal y me iba a meter en uno de los carros que se dirigía hacía la bomba (la gasolinera fuera del pueblo) me di media vuelta con la intención de encontrar a mi familia. Uno de mis estudiantes, de quien por desgracia no puedo recordar su nombre, me vio y me agarró del brazo y me llevo hacía el carro mientras yo le balbuceaba en ingles que tenía que ir a avisar a mi esposo y a mis amigos. Él, con delicadeza, pero sin soltarme, me dijo que ellos seguramente ya habrían salido del pueblo y me metió dentro del coche. Tenía toda la razón del mundo y le agradeceré toda la vida que no me dejara ahí sola.

Al pasar por la intersección de las dos calles principales vi a mi amiga Olga recogiendo el puesto de artesanías a toda velocidad, y me dio tranquilidad pensar que todos iban a salir del pueblo en cuestión de minutos, la alarma de tsunami se había encendido y sin tener un líder, el pueblo entero se ayudaba unos a otros a salir lo más rápido posible. El ser humano puede ser capaz de lo mejor, aunque a veces parece que se empeña en lo contrario.

En cuestión de minutos no quedaba nadie en Sámara, nadie que apareciera más su vida que sus posesiones, porque sé de buena tinta que hubo quien decidió quedarse no fuera a ser que aparecieran los ladrones. La mayoría consideró que quedarse en ese alto de la loma donde se ubica la ferretería y la bomba era suficiente para salvarse del tsunami, sin embargo, otros agarraron camino y no pararon hasta verse montados en un avión de vuelta a sus países de origen. El miedo es así, no es fácil dialogar con él.

Allí me reencontré con mis compatriotas, que me contaron que apenas pusieron un pie en la playa se dieron cuenta de que lo que había que hacer era irse de allí, lo más rápido posible. Yo no me di cuenta, pero el mar había retrocedido considerablemente, y eso no le da buena espina ni al menos experto en temas marinos.

Pasamos allí un buen rato, rodeados de otros amigos y conocidos, hasta que nos dijeron que parecía que el tsunami no se iba a producir, y que bajo la responsabilidad de cada cual se podía volver al pueblo, aunque no era lo más aconsejable. Así que no sé a quién se le ocurrió que había que ir a casa de los Maurice (pronunciado Morís), que eran unos amigos suecos que, aunque nadie sabía muy bien a qué se dedicaban, tenían una casa fabulosa en lo alto del Torito, con piscina incluida. Y ahí acabamos un montón de vagabundos, comiendo como reyes y bebiendo vino, sofocando el calor y el susto a base de chapuzones y deleitándonos con la vista a la Isla Chora, recordándonos a cada rato que además de haber sobrevivido a un súper terremoto teníamos la increíble fortuna de pasar el día como ricos y famosos. Solo en Sámara pasan estas cosas.

En algún momento pude hablar con mis padres y contarles lo que había pasado y, por curioso que pueda parecerles a todos los que los conocen y, sobre todo a mí, en lugar de decirme que lo que tenía que hacer era regresarme a España lo antes posible, me hablaron con una calma y una serenidad que, tal vez, solo llega uno a alcanzar del puro terror de tener a tu hija a ocho mil kilómetros de distancia en medio de una catástrofe natural unida al alivio de saber que, por obra del divino, ha resultado ser un milagro en el que nadie murió y los daños materiales fueron absolutamente nimios para la mayoría de los habitantes de este bendito lugar.

Al caer la tarde, decidimos que era hora de volvernos a nuestras casas, pues la hospitalidad de los suecos tenía un límite. Nos bajamos caminando la cuesta hasta llegar a la playa y de ahí seguimos a pie hasta llegar a nuestra casa. Parecía que no había pasado absolutamente nada salvo porque la playa estaba más calmada de lo normal.

En nuestra casa, El Chanchito Llorón, no había pasado prácticamente nada, solo el refri y otro mueble habían caminado unos pasos hacia delante, algunos libros esparcidos por el suelo y poco más. Pero a las tres de la mañana otra violenta sacudida nos sacó a todos de la cama de un respingo. Hubo muchísimas réplicas durante varios días, algunas se podían intuir que iban a llegar pues una especie de silbido las anunciaba, otras veces alguien saltaba despavorido porque le había parecido sentir un temblor, pero solo había sido producto de su imaginación. Hasta que poco a poco nos fuimos olvidando del miedo a que se nos tragara la tierra.

No recuerdo nada de cómo pasó el resto de la semana, creo que volví al día siguiente al trabajo, pero ahora me pregunto cómo sabríamos si teníamos que ir o no sin tener WhatsApp, sin el cual parece imposible comunicarse ahora. Pero si sé que aprendí algo de esa experiencia y es que Dios existe y vive en Sámara.

Si tienes una historia de cómo pasaste un día en medio de un fenómeno natural como este o similar, estaré encantada de leerlo porque verdaderamente merece la pena contarlo y no olvidarlo.

 

 

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