Select Page

Cada semana me veo obligada a aprenderme el nombre de entre 3 y 6 alumnos diferentes. Y al igual que olvido la clave de verificación para hacer una transacción de banco dos segundos después de haberla hecho, cada semana olvido esos nombres y los sustituyo por los nuevos. Hace 13 años, cuando empecé a dar clases en Intercultura Language School, era tan buena para los nombres que tuve la ilusoria idea de que iba a recordar los nombres de todos mis estudiantes. Bueno, no es solo que yo no pueda, es que es numéricamente imposible.

Sin embargo, el nombre de las personas me interesa muchísimo. Cuando alguien tiene o va a tener un hijo lo primero que le pregunto es el nombre, y ojalá tenga una historia detrás, y cuando personas que no conozco mucho me llaman por mi nombre siento algo especial, una especie de reencuentro con mi yo, pero como desde afuera hacía dentro.

No solo me gustan los nombres de las personas, también el de todo lo geográfico. Hay nombres de países que me encantan como: Nicaragua. Cada vez que pronuncio el nombre del país vecino al que habito se me llena la boca como de un sabor a agua de cascada salvaje y cuando digo sandinista siento la sal del sudor y el polvo. También hay otro país cuyo nombre me atrae y me transporta a otra dimensión similar y este es Bolivia.

Al oír mencionar el barrio madrileño de Las Ventas, me parece que algo en las raíces más profundas de mi sangre española se confabula con un gran sentido de pertenencia a lo castizo, a la historia de mis antepasados que viven dentro de mí.

Y otros nombres de ciudades me hacen gracia porque casi forman un juego de palabras, como el famoso Estocolmo.

En mi pueblo tico, Sámara, los nombres de los barrios son maravillosamente originales y bellos, pues hacen referencia a animales, como el barrio del Canto de los Gavilanes y el de Cangrejal, y otro hace referencia a un árbol que tiene unas ramas tan potentes que logra apoderarse de otro hasta asfixiarlo en un abrazo de amor mortal, el árbol que le da nombre se llama Matapalo. Hay otro que se llama Torito, pero me contó mi amigo El Indio que no tiene nada que ver con los toros, sino más bien con un apodo que se extendió hasta dar nombre al barrio.

El mismo nombre del pueblo proviene de la leyenda que cuenta que Sámara era una de las hijas del gran cacique Nicoha, la otra se llamaba Nosara y es el pueblo que está a unos 30 kilómetros.

Además, dentro del pueblo puedes comprar pan en la panadería Monkeys, a la par hay un supermercado llamado la Iguana Verde, disfrutar de una cerveza bien fría en el bar Palmitas, dormir en el hostel Mariposas, o si quieres algo más alejado hay un alojamiento llamado Las ranas y otro El pequeño gecko verde.

A mí me parece que todos estos nombres de flora y fauna le ponen al lugar la guinda de la belleza que rezuma. Aquí el sol calienta 365 días al año, en el horizonte se divisa una isla que torna de marrón pelón en verano a verde exuberante en el invierno, dándole un toque pirata a la playa entera. Las olas rompen en el arrecife y llegan suaves a la orilla algunos días y pasan a ser cerronas y grandes en otros por el efecto de la luna y las lluvias. Los pelícanos surfean en busca de los peces que serán su desayuno y aterrizan en picado junto a tu tabla de surf. Las mantas rayas a lo lejos saltan en un baile sincronizado. En los árboles hay monos, ardillas e iguanas disputándose hojas y frutos en competencia con aves como las urracas copetonas o los momotus momota, que a veces uno tiene la gran suerte de ver en su jardín. Zopilotes comiéndose los restos de algún animal atropellado, vacas en medio del camino, caballos paseando tranquilamente por la calle en compañía de sus potrillos, y los miles de perros ladrándoles las patas a estos animales tan imponentes que con una sola coz acabaría con el perro en el otro lado del rio, para manjar de los cocodrilos que aguardan sus presas.

Es hermoso vivir aquí y, por eso, cada año llega más gente de otras latitudes para instalarse y, durante mucho tiempo, eso dotó al lugar de un tono multicultural y plurilingüe muy especial. Sin embargo, a medida que llega más gente en masa, atraídos por las oportunidades de inversión turística y no por la vida simple y la belleza natural, esta disminuye a pasos agigantados.

Las calles se han llenado de carros lujosos que van a toda velocidad sin respetar a los peatones que no tienen una acera segura por la que caminar, amén de los cuadraciclos y motos que han surgido de la nada como setas en otoño arrinconando a los pocos que todavía andan tranquilamente en sus bicis. Donde antes había lotes enteros de árboles, que albergaban toda una variedad de vida animal como armadillos, lagartijas, luciérnagas, ranas, arañas, etc., ahora hay muros, cuyo interior alberga solo cemento, donde no hay una sola hierba creciendo del suelo, pues si hay árboles no hay espacio para la gran casa que van a alquilar, a turistas adinerados, por cantidades desorbitantes por noche, y tampoco habría espacio para la ya consabida piscina, que, aunque no sea más grande que una bañera, aporta un buen extra de dólares en el anuncio de Airbnb. Y donde hay un manglar se anuncia la próxima construcción de un residencial de lujo, sin ni siquiera necesidad de hablar español pues todo está controlado por empresas extranjeras para su público extranjero.

Y en los carteles de los nuevos lugares, donde ya no hay ni insectos, ni geckos, ni monos, ni iguanas, ni pájaros, ni abejones de mayo hay nombres que no encajan para nada en el cuadro anteriormente descrito de belleza natural y salvaje, pero sí en el nuevo escenario de concreto (concrete jungle, decía Bob Marley). Nombres irónicos, como el que cortó los mangos de su propiedad, sin compasión, pero llamó a la casa así (dos mangos) en su honor, en un acto de desfachatez imperdonable. Nombres en otros idiomas que no dicen nada, que no causan ningún sentimiento o emoción, que no pueden ser pronunciados por el nativo que, con tristeza infinita, asiste a la destrucción masiva de su entorno natural para ver cómo se transforma, a una velocidad vertiginosa, en un nuevo centro de dinero, uno más, como muchos otros en el mundo, donde prima el individualismo, el desapego a la naturaleza y a lo auténtico. Donde el vil metal es el rey y el “pura vida” un simple eslogan.

 

Facebooktwitterredditpinterestlinkedinmail