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Hay un océano inmenso ahí afuera. Está a tan solo 50 metros de mi casa. No es nada nuevo, lo he visto bajo el sol abrasador y  la lluvia torrencial, iluminado por un rayo que, por unos brevísimos segundos, plasma en tu retina una imagen que nunca vas a olvidar. Mareas altas y bajas que se suceden una y otra vez, olas que mecen, olas que golpean y te revuelcan con la fuerza de lo salvaje. Es un océano, el Pacífico, pero lo llamamos mar, no se por qué y, lo mejor es que, no siendo algo novedoso, es siempre igual de sorprendente e impresionante para la vista, para todos los sentidos. 

La arena, las palmeras y los árboles configuran el resto del paisaje de ensueño al que casi todo el mundo quiere ir alguna vez en la vida, aunque solo sea a pasar vacaciones, a vivir unos días de inagotable belleza. Atardeceres de locura, trescientos sesenta grados de rosados, azules, plateados y dorados salpicados del intenso verde de las montañas de alrededor. Y, doce horas después, el crepúsculo empieza a dejar caer sus primeros rayos sobre el mar y comienza de nuevo la magia, la luz le gana terreno a la oscuridad, brota la vida una vez más ante los ojos de quienes osaron dejar la cama en tan tempranas horas, justo cuando el calor da una tregua en esas noches sofocantes; pero el sol no espera, si quieres verlo salir tienes que darte prisa… la recompensa, eso sí, dura todo el día; la energía solar debe ser el triple de saludable y energizante si la agarras del  primer haz de luz que cae a la tierra.

Ardillas correteando por los troncos de las palmeras, iguanas encaramadas en ramas de altura imposible, aves volando sobre el intenso azul del horizonte, que hace de telón de fondo de tan paradisíaco lugar, y caballos, hermosos y poderosos caballos que recorren la playa de punta a punta, de día o de noche, con su imponente magnetismo, iconos de libertad y fuerza. Pura vida flotando en cada partícula de aire, recordándote que tú también formas parte del entorno y puedes sumergirte plenamente en él. “El turista no se rinde”, dice un amigo mío, para animarte a no perder la mirada de sorpresa, el pálpito en el corazón, la foto mental para el recuerdo, todo eso que siente y vive intensamente aquel que está solo de paso. Porque, lamentablemente, a veces, el ser humano deja de apreciar lo que es especial de su increíble cotidianidad.

No sé si todos, pero al menos una  parte de los que tenemos por jardín esa playa que es Sámara, somos conscientes de lo excepcional del lugar y nos deleitamos en la grandeza de los detalles y en las naderías de lo magnífico.

Después de casi tres meses privados del derecho de hacer uso de las playas libremente, las autoridades de Costa Rica dan un respiro de 3 horas al día(¡ entre las 5  y las 8 de la mañana!) en las que poder recrearte en la playa, sin miedo a que te pille la policía o, peor, a que alguien les llame delatando la fechoría de meterte al mar. Así que, con más ganas que nunca y con más intensidad si cabe, exprimimos cada minuto para poder  vivir la vida junto al mar, tal y como estábamos acostumbrados antes de la pandemia mundial.

Pero en esta situación peculiar de semi-libertad en la que nos hemos visto metidos, con todo lo que tiene de negativo y de horrible, a los que estamos aquí nos ha transportado a otro tiempo, aquel en el que Sámara no tenía apenas turismo y, por ende, la vida era de otra manera. Desde hace unos meses vivimos casi sin coches en las calles, no hay luces que impidan divisar las estrellas, la playa vacía… reina un ambiente como de otra época. Y, además, en temporada de lluvias.

 

La temporada de lluvias es, sin duda para mí, el mejor momento del año para estar aquí porque la naturaleza resplandece, se vuelve brutal, impactante. Salvando los no tan pequeños inconvenientes del moho, que se apodera de todo lo que pilla a su paso y los ejércitos de mosquitos, que no conocen ningún tipo de piedad ni de saciedad, todo lo demás es, para mí, una experiencia vital superior. Con las lluvias siento una vuelta a la infancia, cuando el barro y el agua de los charcos eran parte de la piel. Las tormentas, con ese sonido de truenos que en la distancia empieza a avisar, el cielo de un azul intenso va tiñéndose de negro y la adrenalina empieza a fluir a toda prisa cuando cae un rayo atronador justo después de un fogonazo; esa sensación de fragilidad ante la potencia de la madre tierra y sus fenómenos atmosféricos. El agua torrencial cayendo incesantemente, por horas y horas, una cortina de millones de gotas de agua, que sobre los techos de zinc se convierte en un ruido ensordecedor; la lluvia se apropia de todo el espacio así, se pega a tu ropa, se mete en tu mochila, en tus ojos y, en tu interior, ese agua de lluvia te limpia de todo lo feo que sentías un momento antes, te devuelve a la esencia. Todo se vuelve verde otra vez, intensamente verde, aparecen nuevos brotes de enredaderas, hay mantos de hojas y flores colgando de los árboles, pegados a las cercas de las casas, alrededor de las piedras de los caminos, hasta por encima de la arena de la playa que va pegada al sendero de palmeras. 

En estos días, la escuela de surf C&C de Sámara, decidió aprovechar esas tres horas de legalidad para que los niños de Sámara aprendan el deporte estrella de cualquier lugar con mar. Y aunque, a priori, la hora de la clase podría ser una limitación ( pues para un niño de entre 6 y 10 años estar en la playa a las seis de la mañana es una heroicidad), salvo que haya rayería, la clase sigue adelante, porque, como decía antes, algunos nunca hemos perdido el espíritu del turista disfrutón. Así que, cada día que hay clases de surf tenemos una excusa perfecta para llevar a nuestros cachorros a sentir la fuerza de los elementos que se dan cita a primera hora del día en la playa. La escena que capta mis ojos es, en palabras de un tico, pura vida. Los surfistas, que llegan a la playa antes que nadie, ofrecen una bonita visión para los que llegan temprano y se sientan a, más que observar, admirar como olas inmensas de un mar enfurecido no logran amedrentarlos y una y otra vez vuelven a sus puestos. Los niños que, con cara de ilusión, llevan sus tablas a la orilla y con increíble agilidad mantienen el equilibrio, tras unas pocas indicaciones del instructor. Y entre los mayores, una gran variedad, no importa si corres o haces tus primeros pinitos en el surf, si te sientas a beber mate o a simplemente mirar el espectáculo del cielo y el mar con sus infinitos matices de formas y colores, no importa, hagas lo que hagas, ese tiempo en la playa es una experiencia para los sentidos que te llega hasta el alma.

 

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