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Pequeña y valiente. Así era mi Lupita, mi gatita gris y blanca. El nombre se lo puso mi hija, aún antes de que la hubiéramos visto o supiéramos si era una hembra o un macho. Llegó a casa en una caja, asustadilla, desconfiada. Era pequeñísima y tenía unas orejas enormes. Supimos, por un golpe de intuición, que era una hembra y que el nombre de Lupita le iba totalmente acorde a su cuerpo y a su espíritu. La llevé a la habitación de África, y ella buscó un rinconcito en el que esconderse. No quiso entrar en la maleta con mantitas que le habíamos preparado a modo de cama. Ella siempre fue así, hacía las cosas como ella quería. Prefirió tener como guarida el borde de una ventanilla redonda que comunica nuestro salón con el pasillo.

Me sorprendió lo rápido que encontró la caja de la arena, el cuenco con agua y el de las bolitas. No le gustaba que la tocáramos mucho, se escabullía, pero poco a poco venía para estar más cerca de nosotros durante las comidas.

Y un día, se subió a mi regazo. Yo me sentí pletórica y dichosa, pensé que me había elegido a mí para ser su madre humana, su protectora. Y así fue, a su manera, ella se acercaba a mí de manera especial. Se tumbaba al lado de mi ordenador mientras trabajaba, me perseguía por toda la casa y se me acurrucaba en la axila, ronroneando y apretando sus patitas contra mí. En esos momentos, yo sé que no estaba conmigo sino con su mama gatuna, y me encantaba sentir que yo podía llevarla de vuelta a sus primeros días de vida en los que estuvo con su mamá. Y es que uno siempre quiere volver a la madre, a ese lugar en el que se está tan a gusto, tan a salvo y protegido, no importa si eres gato, hombre o ardilla.

Desde bien pequeñita le encantó aventurarse y descubrir lo que había afuera, salía de la casa y pasaba horas y horas fuera, no sabíamos a donde iba o que hacía, pero siempre volvía a aparecer. A veces, no regresaba por las noches, y entonces, yo me angustiaba pensando que le podía haber pasado algo. Más de una vez, a las 3 de la madrugada oía los maullidos de mi gatilla en la puerta, y yo corría como loca a abrir, cual madre de hijo adolescente, enfadada y aliviada a partes iguales.

A los 5 meses la castramos. Es lo que se supone que tienes que hacer, porque no quieres tener el jardín y el vecindario lleno de gatillos indefensos, menos aún matarlos (¡Qué barbaridad!). A partir de ahí, empezaron los problemas. Le fue mal, se puso muy malita y su táctica fue esconderse, se metía debajo de la casa y no salía. Un día, la encontré en una canoa (canalón) del tejado de mi vecina, cuando ya creía que se me había ido a morir a algún rincón oculto. La operaron más veces, casi la perdimos en una de esas, pero al final, el veterinario hizo que sobreviviera. La recogimos de allí oliendo a jaula y toda hecha polvo, pero había recuperado las ganas de vivir. Esa noche durmió pegadita a mí, yo sentía como si me dijera, “por favor, no me lleves más a ese lugar”. Y Lupita volvió a la vida. Y a nosotros nos devolvió la alegría.

Me encantaba simplemente mirarla, solo verla me daba alegría. Como pasa con los bebés, que no hacen nada, ni tienen que hacerlo, para que uno se maraville. Así me pasaba con ella. Esa es la magia de los gatos, porque ellos hacen poco o nada por uno; maúllan si quieren comer, se lamen y relamen para sentirse limpios, duermen, saltan, cazan, suben árboles y después vuelven a casa a estar tranquilos y seguir durmiendo. Y en esas andanzas de gato de mi Lupita, yo me enamoraba cada día más de ella y de su mundo de gata.

Lupita maullaba como loca antes de comer, pero rara vez se comía todo el plato, siempre dejaba algún resto (clavadita a mí). No le gustaba que la tocáramos mucho pero siempre andaba rondándonos o cerquita, especialmente si la noche estaba fría, entonces se enroscaba apretada entre mis piernas buscando calor y cuando a las 5 am se despertaba, se colocaba encima del cabecero y, poniendo su  pequeñita cara en su pose más dulce y los ojos redonditos, a Patxi le maullaba suavito, sabiendo que él sí cedería y se levantaría a darle comida, pero no solo quería comer, también que se quedara con ella. A mí me acompañaba en mis noches insomnes, juntas en la cocina a las 4 de la madrugada, yo escribiendo y ella, subida a la mesa, esperando pacientemente a que me volviera el sueño y regresáramos a la cama. Lupita tomaba el sol en la cama elástica del jardín, y se acomodaba en la mesita de afuera para ver caer la lluvia. Salía al camino a recibirnos cuando oía que estábamos llegando, ella sabía nuestros horarios. No dejaba que otros animales se acercaran a la casa; la vi correr perros el triple de grandes que ella, acorralar iguanas, sacarle las uñas a los mapaches y pelearse con los otros gatos del vecindario. Lupita era mucha Lupita, no le tenía miedo a nada. Tampoco se lo tuvo a la muerte.

Lupitonguis, como la llamaba yo, tenía una vida libre, salvaje y feliz pero cada cierto tiempo, le volvía a dar por no comer, por aislarse y recluirse en algún rincón oscuro. Conseguimos que saliera varias veces de esos estados de estar mustia, apática e inapetente. La obligábamos a comer a base de jeringuillas y jarabes. Lo pasábamos fatal todos, nosotros y ella. Sin embargo, todos los trucos posibles, habidos y por haber, no funcionaron esta última vez y Lupita se nos fue para siempre.

Lupita llenaba todo el espacio de la casa con su presencia, llenaba nuestro día a día con sus cosas de gato que nos hacían admirarla y quererla como era, sin pretender que cambiara nada, así era ella y así es como queríamos que fuera. Creo que eso fue lo que me enseñó Lupi, que hay que amar sin más, sin expectativas, sin querer que algo sea distinto, sin esperar nada a cambio. Aunque tal vez, este tipo de amor no sea posible entre los humanos, tal vez es lo que hace único y especial el amor por los animales, especialmente por esos que viven con nosotros en casa y, por eso, cuando se van, nos dejan un tremendo vacío.

Ahora Lupita descansa en nuestro jardín y habita en nuestros corazones para siempre.

 

 

 

 

 

 

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