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Las cosas llegan cuando menos te las esperas y con la fuerza que a ellas les da la gana. Desde hace 10 años, con idas y venidas, vivo en un pueblo con mar, un lugar idílico, lleno de palmeras, ardillas, iguanas, monos y surfistas. Y durante 10 años, sencillamente no me ha interesado para nada el surf, no le veía la gracia. Entrar al agua con una tabla que si te golpea te deja tonto por un buen rato, luchar contra la inconmensurable fuerza del mar, una y otra vez, porque el recorrido de una ola dura unos segundos y entonces volver a empezar la batalla, la remada infinita para llegar a la posición donde, en teoría, pacientemente debes esperar a la ola que te dará esos cinco segundos de gloria… Lo intenté una vez, y eso fue lo que sentí. Salí despavorida del agua y no quise saber nada más del surf. Y, ahora me doy cuenta, de que también me desentendí en gran medida del mar, del increíble Océano Pacífico que baña la playa de mi vida.

Y así pasaron los años, hasta que llegó la tal pandemia que, por cierto, me ha traído más cosas buenas que los Reyes Magos en décadas. Me trajo a mi vecinita Iris a vivir arriba de mí, también a mi amiga Laura, que venía de higos a brevas y empezó a venir mucho más, me regaló meses de paraíso al estilo años cincuenta: ni un solo carro en las calles y la posibilidad de escabullirme a la playa y bañarme con mi hija (que también ha empezado a surfear, por cierto), las dos solas en esa inmensa bahía de Sámara, sin nadie más que una pareja de enamorados que alguna vez vi paseando de la mano. Y, de la forma más inesperada, también me regaló la pasión por el surf.

Cuando las autoridades decidieron reabrir la playa por unas horas, hace ahora casi 2 años, mi amiga Sonja, que es una gran surfista y además una persona llena de bondad y amor, organizó un curso de surf para niños y otro para no tan niños. Y, como sabía que le iba a decir que no estaba interesada, me cameló diciéndome que me regalaba el curso y que le haría mucha ilusión que lo aceptara. Acepté, claro, porque es de mala educación no aceptar los regalos.

Solo hicieron falta dos mañanas nubladas de junio, en las que nos metimos al mar con las tablas a agarrar olitas blancas, para que empezara a cambiar la percepción que tenía de este deporte. La playa seguía estando vacía de gente y el clima de junio con el fresquito, la lluvia y el estruendo de los truenos que caen en algún lugar cercano hicieron que volviera a casa sintiéndome diferente, llena de naturaleza en todo mi cuerpo y mi mente. El Océano y el surf se me metieron en lo más adentro.

Además, el grupo de mujeres del curso era fantástico y nos celebrábamos cada ola como si se tratara de la mayor de las victorias. Con tanta ilusión íbamos al surf que empezamos a contagiar a otras amigas. Y formamos el club de las Damas del surf, que, al poco tiempo, pasó a llamarse Brujas del Surf, porque volamos en tabla en lugar de en escoba.

Y así, no solo el surf, sino también el mar se metió en mi vida con la misma fuerza que solo él posee, arrasando con todo lo demás. Empecé a mirar las horas de las mareas para ir a surfear siempre que pudiera y me concentré en aprender a entender las olas. Tanto que me gusta a mí leer y cómo era que no podía hacer eso que los surfos dicen de “leer el mar”.  Estar en la arena de la playa se convirtió en un ejercicio de surf también, porque ahora ya no puedo dejar de mirar a quienes están surfeando, discernir las olas buenas de las malas, las que son del set, las que van a la izquierda o a la derecha, y aunque todavía me queda mucho por aprender ya puedo prever quien va a agarrar la ola y quien se va a dar un leñazo. Ahora admiro a los que dominan el arte del surf, a los que hacen que parezca fácil, cuando de fácil no tiene nada.

En el surf tienes que estar atento a miles de cosas, las que dependen de ti y las que no. El viento, el oleaje, las corrientes, pero también el momento del take off, la posición de tus pies, el peso, los brazos, la mirada…. Porque a donde pones los ojos ahí que te vas con todo y tabla. Parece una tontería, pero es que lo tienes que controlar todo en cuestión de segundos. Y, además, hay que estar fuerte, porque sin agilidad, fuerza y resistencia te va a ir mucho peor.

Y paciencia, infinita paciencia, porque no todos los días las olas son las que tu necesitas para divertirte… a veces, sencillamente, no hay casi olas… y tienes que esperar…. remar, esperar…remar, tal vez surfear una ola… esperar. Y vencer al miedo, que es fundamental, porque no son pocas las veces que el mar te da un revolcón con tabla incluida y sales amoratado, cortado o medio ahogado del agua, y el susto te dura un tiempito largo en el cuerpo y solo se va si vuelves a intentarlo una y otra vez.

Pero en el surf nunca estás solo, el surf une a la gente que lo practica, como si se tratara de una alianza invisible que une a los que aman este deporte. Al poco de empezar a practicarlo me di cuenta de que muchos chicos de la playa que nunca me habían saludado empezaron a hacerlo y me preguntaban si iba a ir a surfear, que qué tal me iba etc. Me sorprendió que surfistas de los buenos con años de experiencia (empezando por Súper-Sonja, mí profe Samurio, Mau, Didier, Copito, Choco, Carlos Caicedo, Sardina, Chelo, Adrián Carrillo, Chirguete, Alonso, Pato, Carla, Andrey, Roger, Luis el Palestino, Javi Moya y otros muchos) me hablaban con humildad de lo que es el surf, de lo difícil que es, de lo mucho que tienes que practicar antes de que se te empiece a dar un poquito bien, de lo frustrante que es a veces, de los sustos y golpes que te llevas, pero que siempre hay que seguir, que el surf es todo, que es lo máximo y, por eso, los días malos y los accidentes de surf también cuentan y es necesario tenerlos para al día siguiente agarrar la tabla y volver a verte cara a cara con las olas. Estas pequeñas platicas me animan muchísimo a seguir intentándolo cuando pienso que no estoy hecha para surfear.

Y, así, un buen día coincidí con Maggie. Ella es una mujer excepcional que tomó su primera clase de surf el día que cumplía 66 años. Fue mi estudiante de español por unas horas y siempre la veía surfeando, nos saludábamos y nos preguntábamos por el surf. En una de esas veces, resultó que ni ella ni yo estábamos surfeando mucho porque nuestras compas habituales de surf no estaban o estaban ocupadas y lo de ir solas no nos cuadraba tanto…. Así que, quedamos en ir una mañana juntas. A partir de ahí no hemos dejado pasar un día sin surfear.

 

Maggie me devolvió al surf de primera hora de la mañana, que era con el que yo empecé a amar el surf en el principio, pero que, por alguna razón desconocida había dejado de hacerlo. Así que empezamos a llamarnos Sunrise Surfers. Surfear al amanecer es la mejor experiencia del mundo, entrar al mar cuando aún está un poco oscuro y, desde el agua, ver cómo el sol va saliendo de entre las montañas y las nubes es sencillamente mágico. Los primeros rayos de sol forman una sombra en la ola que siempre nos da un gran susto, nos mete adrenalina para todo el día. Es alucinante, y desde hace rato no solo somos Maggie y yo, también son surfas del amanecer Iris, Laura, con lo poco madrugadora que es ella, y Melisa, a quién nunca podré agradecerle lo suficiente que me prestara su tabla por tanto tiempo y darme así la oportunidad de mejorar surfeando todos los días.

Cada vez que estamos juntas en el agua es una gran fiesta, nos reímos, nos cantamos las olas, nos animamos y nos quitamos los miedos e inseguridades con gritos de victoria, aplausos de emoción y silbidos de pasión. Tampoco crean que solo surfeamos al amanecer, para nada, lo hacemos cada vez que tenemos oportunidad sin importar la hora, pero si tuviéramos que elegir una, sin duda, serían las 6 de la mañana porque a esa hora el Océano Pacífico es solo para nosotras.

We are living, we are loving, we are laughing and we are surfing.

 

 

¡Pura vida mis amigas surfas!

 

 

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