Select Page

“Algo se muere en el alma cuando un amigo se va”, decía una canción de sevillanas. Los amigos, esas personas tan especiales con las que decidimos compartir gran parte de nuestro tiempo, tanto del bueno como del malo.

La palabra amigo proviene del latín amicus y deriva del verbo amare en latín, y del sufijo icus, que significa abrigo. Es decir, que desde su etimología se ve que la palabra amigo no es aleatoria, sino que significa amor, amor mutuo entre dos personas que se llaman así entre ellas y al hacerlo se abrigan y crean vínculos únicos.

Sobre los amigos hay muchas expresiones, en algunas se refuerza este concepto: amigo del alma, un amigo es un tesoro, ricos aquellos que tienen amigos, y en otras se va un poco al traste la idea del amor de amigos: Dime con quien andas y te diré quién eres, amigo de muchos, amigo de ninguno… Y es que, como en casi todo, en la amistad no existe un único modelo de cómo ser amigo y manejar las amistades. Desde el número ideal de amigos que se ha de tener hasta el grado de intimidad al que llegar o la de veces que hay que quedar por año para poder considerarse amigo o bajar a la categoría de simplemente conocido. Eso lo decide cada cual y a cada uno le sirve una cosa diferente. Tal vez, por eso mismo se producen, en muchos casos, rupturas de amistades por no coincidir en la intensidad, pero es raro encontrar a alguien que no tenga, al menos, una persona a quien llamar amigo.  

Pero, contratos de amistad aparte, lo que quiero decir es que la amistad es, junto con el de madre, el amor más auténtico y valioso que podemos tener. Hace unos días leía en un libro que cuando un amigo llega, en tu interior se produce una música que te hace sentir bien, esa melodía te eleva el ánimo y es tal que incluso cuando el amigo se ha ido esa música sigue sonando dentro de tí. Me pareció una preciosa forma de describirlo.

Empecé a pensar en la maravillosa sensación que nace dentro de uno cuando se es pequeño y haces tu primer amigo. Te invade todo un arcoíris de sensaciones positivas y no ves el momento de volver a estar con ese nuevo compita. Lo veo en mi hija que, desde que es muy pequeña, tiene una debilidad total por sus amiguitas y especialmente por una que, además, coincide que es su prima, la prima María. Sólo con mencionarle su nombre toda su cara se ilumina, sus ojos negros irradian amor y la sonrisa que se le dibuja en la cara es brillante, traviesa, hermosa.

Un poco más adelante, cuando te vuelves absolutamente insoportable para tus padres y ellos para ti, entonces tus amigos no es que te llenen de amor, no, es que directamente son tus salvadores, tus inseparables, mucho más que una familia. Nadie te comprende mejor que ellos y no hay momento del día en el que no tengas una muy buena razón para quedar con ellos. Cuando yo era adolescente no teníamos redes sociales, ni mucho menos whats app, lo más avanzado era una llamada de teléfono. Pero no era tan fácil como irte a tu cuarto a hablar, primero porque el teléfono estaba en la sala de estar (junto con la tele sin control remoto) y segundo, tu madre contralaba el tiempo que estabas al aparato, tanto si habías hecho tú la llamada (porque entonces la iba a pagar ella y las llamadas eran carísimas, tanto que nadie de ese tiempo ha logrado entender cómo pudieron pasar de repente a ser gratis) como si no, por el mero hecho de controlar. Además, si en la casa había otro teléfono conectado a la misma línea, obvio no estaba la cosa para tener varias líneas, podía ser que alguien descolgara el de la otra habitación y se pispara de todo lo que estabas contándole a tu amiga en susurros para evitar que tu hermano, sutilmente escondido detrás de la puerta, se enterara. O sea, era una gran odisea y nada seguro. Así que lo mejor era buscar una excusa y salir a la calle a ver a tu amiga para, cual ametralladora, contarle lo acontecido en las últimas 2 horas y, de paso, fumarte un cigarrito. Mi madre decía que parecía que nos habían dado sesos de burro con los amigos. Nunca he sabido que efecto dan los sesos de burro, pero deben ser muy adictivos. Ahora recuerdo una tarde que salí a comprar folios, un portaminas y minas en tres tandas diferentes para ver a mi amiga Irene. Y, lo mejor es que me creía muy perspicaz y que mi madre no se enteraba… que ilusa, si las madres lo saben todo, bueno casi todo.

Más adelante, pero posiblemente con el mismo pavo encima, tuve la gran fortuna de vivir con amigas. Primero en formato Residencia de estudiantes, algo que no cambiaría por nada del mundo. La residencia era la forma más segura para mis padres de tenerme controlada en la distancia, pero la realidad es que no había ningún tipo de impedimento para poder hacer lo que quisiéramos, excepto subir gente a las habitaciones (Dios guarde que fueran chicos). Entre las sesenta y pico chicas que vivíamos en la resi, encontré a tres que, desde el minuto dos,  pasaron a la categoría de mis amigas del alma: Mer, María y Paula. Nos reíamos tanto que, si aplicábamos la fórmula de que si te ríes 5 minutos al día se te alarga la vida, la cuenta nos salía en que íbamos camino de rozar la inmortalidad. No hacíamos absolutamente nada especial: no veíamos la tele, no jugábamos a juegos (excepto a las cartas alguna vez), no salíamos de copas, no íbamos de compras (ni solas ni acompañadas, la verdad) y tampoco íbamos a clase juntas porque cada una estudiaba una cosa diferente. Nuestra pasión y lazo de unión de acero era la risa, inventábamos todo tipo de tonterías para reírnos de todo durante horas y horas. Veinte años después y viéndonos de higos a brevas estamos en las mismas, tanto así que otra amiga que se nos ha unido al club nos llama “Las Risis”.

Después de la insuperable experiencia de vivir en la Resi, inicié un periplo de compartir pisos con diferentes compañeras, por razones de higiene, manías y otros pormenores de cualquier índole no logré trabar una verdadera amistad con ninguna, pero eso no impidió que durante un tiempo todas fueran amigas y pasáramos momentos inolvidables de risas, llantos y confidencias. Hasta que llegó Marisa. Nuestra casa se convirtió en la casa de las verduras, porque era la base de nuestra alimentación, del amor porque había una energía tan divina en el ambiente que todo aquel que pasaba por allí se enamoraba, y nos hacíamos llamar el equipo kilómetros porque, ya fuera por trabajo o por amoríos, no parábamos en la casa y, sin embargo, cada ratito que compartimos fue inolvidable y mágico.

Ahora, la fortuna ha vuelto a mí y vivo con amigas en formato Comuna. Rodeadas de un impresionante jardín con Iris, Laura, y shirley de okupa, cada una en su casa, me siento privilegiada de tenerlas tan a mano y vivir en un no parar de planes y hobbies conjuntos que siempre van acompañados de muchas risas.

Yo no puedo entender la vida sin amigos, sin todo lo que aportan, sin las risas, los bailes, las lágrimas, la complicidad, el apoyo, las travesuras y las aventuras en las que uno se enreda estando con amigos. Tus amigos son tus mejores psicólogos, doctores, payasos y rescatadores.

Como decía al principio, la amistad adquiere todo tipo de formas, camina por derroteros inimaginables y se crea bajo cualquier circunstancia. Para mí, son amigos también aquellos que viven lejísimos y a los que casi nunca veo o incluso aquellos con los que solo compartí un viaje y no conocía de antes, aquellos con quienes estudié, trabajé, bailé y me hicieron sentir amiga a su vez.

El mejor regalo que alguien puede hacerme es un amigo, me encanta la gente que tiene un súper amigo y quiere que también sea tuyo, una de esas personas es mi Patxi, apodado como el todostequeremos, y el otro es mi hermano Gonzalo. Cuando yo era una mocosa y mi hermano un adolescente, él llegaba a casa con sus amigos y, sin dudarlo, me dejaba que estuviera con ellos mientras hablaban de sus cosas sin importarle que yo estuviera ahí escuchándolos con plena atención, me hacía partícipe de la conversación y yo sentía que esos amigos de Gonzalo me trataban de manera especial, me sonreían y saludaban por mi nombre al toparnos en la calle, se paraban a preguntarme cualquier cosa y me hacían bromas. Ahora, de mayor, los siento amigos míos, aún no siendo propiamente mis amigos, igual que me pasa con todos los demás amigos del Gonza, porque él siempre me los presenta y juntos compartimos teorías conspiratorias, vinos y risas. Mi hermano es un gran amigo de sus amigos y, a mí, siempre me los regala.

Creo que cuando llamas a alguien amigo le estás diciendo que en tu corazón suena música cuando lo ves, hablas de él o piensas en él y que, cuando se va para siempre, definitivamente algo se muere en el alma, pero la música nunca deja de sonar en tu interior.

Con muchísimo amor, dedicado a Josema y a Beto, cuyas melodías nunca dejarán de sonar en nuestros corazones.

 

 

 

 

 

 

Facebooktwitterredditpinterestlinkedinmail