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El 23 de abril de este año (2022) murió mi madre, rodeada de todos sus seres queridos, mimada, querida, llena de amor. Se fue en la madrugada, sin estertores, discretamente, con un leve suspiro. En ese momento, mi hermano mayor estaba a su lado, sosteniéndole la mano a la mujer que 50 años atrás, pocos días antes, le había dado la vida. Mi padre también estaba allí y otro de mis hermanos, Luis. Durante 7 noches, mi padre y mis hermanos varones hacían imaginarias, es decir, se turnaban para dormir habiendo uno siempre despierto que estuviera al lado de mi madre. Durante 7 días que duró su tránsito entre la vida y la muerte, mi madre no estuvo ni un minuto sola, ni de día ni de noche, durante todo ese tiempo estuvo recibiendo caricias y palabras de amor para que no tuviera miedo de cruzar al otro lado, para que supiera que todo lo que ella hizo en vida por nosotros nos había llegado al corazón, para que estuviese segura de que jamás la íbamos a olvidar.

Acompañar a la persona que abandona esta vida es fundamental, para el que se va, pero también para el que se queda. Despedirse, verse una última vez, sostener la mano de quien tanto te amó es vital para poder sobrellevar el inmenso hueco que se queda después. Por eso, desde el momento en el que intuí que mi madre estaba peor, no podía dejar de repetir un breve ruego, como si fuera un mantra: espérame mama, espérame. Yo necesitaba desesperadamente llegar y estar físicamente al lado de mi madre porque, a pesar de que había una conexión energética entre ambas muy fuerte, las dos necesitábamos una vez más para tocarnos y darnos un beso, ojalá mil besos más.

Es curioso como en la distancia, muchas veces, conectas con las personas a las que más amas de una forma muy especial. Aquel sábado 16 de abril abrí un what´s app con una foto de la fiesta de mi hermano Fernando. Era casi su 50 cumpleaños y le habían organizado una fiesta sorpresa a la que habían acudido muchos primos y tíos que no viven en el mismo pueblo. En la foto estaba mi madre y sus hermanas. Me puse a llorar sin poder controlarlo. Hacía solo un día que había hablado con mi madre, siempre nos hacíamos videollamadas así que la veía todos los días, pero ese día, de repente, la vi mal, demasiado cansada, diferente. Un mal presentimiento me sacudió entera. La llamé y me dijo que estaba muy cansada, muchas veces estaba cansada, pero ella misma notaba que ese cansancio era diferente, yo lo noté también. No pude dejar de pensar en ella el resto del día y no paré de llorar el resto de la noche, sentía que algo iba demasiado mal y que yo estaba demasiado lejos. No me equivoqué, lo siguiente que supe de ella es que estaba en el hospital, y lo siguiente es que se estaba muriendo. En las pocas horas que transcurrieron entre estos eventos mi corazón lo sabía, me lo estaba gritando, por eso no podía parar de llorar. Sabía que algo había cambiado desde el momento en que vi esa foto. Tras la llamada que confirmó mis terribles presentimientos, no tardé ni un minuto en hacer todo lo posible para viajar ese mismo día pero, lamentablemente, en temporada alta y postpandemia el vuelo de ese día 18 de abril estaba lleno. Era imposible viajar ese día. Tendría que hacerlo el día 19 y llegar el 20. Estaba desesperada ¿Qué pasaría si no era capaz de llegar a tiempo? ¿Cómo podría vivir el resto de mi vida si al llegar a Madrid me decían que ya se había muerto?

Sin billete para ese día, de igual manera emprendí el viaje al aeropuerto de San José, cuanto más avanzara en ese enorme viaje más cerca estaría de ella. Inmediatamente empecé a recibir mensajes de mucha gente que me enviaba su amor y apoyo. Una cadena de oración de personas de todo el mundo, gracias a Paloma, mi suegra, desencadenó una marea inmensa de rezos y ruegos, ya no para que mi madre se escapara de las garras de la muerte, que parecía que esta vez era algo inevitable, como habían pedido en otras ocasiones, sino para que yo llegara a tiempo para despedirme, para que las dos tuviéramos la oportunidad de besarnos una vez más, una última vez más.  Al llegar al aeropuerto, las esperanzas que alimenté durante 4 horas de viaje desde que salí de Sámara, se desvanecieron en un minuto. Había llegado tan temprano que no había casi gente en la fila del check in, agarré a mi inseparable compita de viajes, mi hija África, y le dije “ Amor, lo vamos a conseguir, ya verás como nos dejan montarnos en este avión”. No había terminado de pronunciar la última palabra cuando sonó un mensaje de Iberia anunciando que había overbooking, y estaban dispuestos a pagar no sé cuanto dinero a los que decidieran voluntariamente quedarse una noche más en el país… se me cayó el alma a los pies pero no cejé en mi empeño y me fui a hablar con un responsable de la compañía aérea. Entré por un pasillo, que ni sabía que existía, y allí me planté a suplicarles para que nos dejaran subir en ese avión. Me dijeron que no, a pesar de que estaba literalmente llorando. Mi hijita me tironeó de la mano y con su dulce voz me dijo que nos fuéramos a casa de Laura, mi amiga, que la abuela nos iba a esperar un día más. La creí y juntas caminamos de la mano hacía la salida.

Esa noche, me aferré a las palabras de África, la abuela nos iba a esperar, claro. Me metí en la cama pensando en mi madre, la podía ver en una cama de hospital, dormida, con su piel aún morena, podía imaginar su olor y, en un momento dado, escuché su voz claramente en mi cabeza: “María, pero ¿cómo no te voy a esperar? No seas tonta, estate tranquila. Yo os estoy esperando”, entonces me dormí, sabiendo que mi madre, como en tantas y tantas ocasiones, no me iba a fallar. Ella, que siempre lo ha dado todo por sus hijos, iba a hacer su último esfuerzo por mí y por su nieta, esperarnos.

Por fin llegó el momento de volar, y si un viaje normal de 10 horas se hace eterno yo esperaba que este se me hiciera angustiosamente interminable. No voy a decir que se me hiciera corto, pero puedo asegurar que la paz que me transmitía África y una energía muy poderosa que sentía en mi interior hicieron que durante todo el viaje me sintiera acompañada por las dos personas más importantes de mi vida, mi madre y mi hija. Mi hija estaba ahí físicamente con su infinita ternura, dándome besos y caricias, y mi madre estaba en mi interior, en los miles de fotogramas que mi mente pasaba sin parar de ella. La Feli riéndose, abrazándonos, llorando, regañando, limpiando, trajinando de aquí para allá, ella tal y como siempre había sido, auténtica, única e inimitable, mi querida madre. Y fue ella la que sostuvo mi mano, mi alma y mi esperanza durante todo ese vuelo a través del Océano Atlántico hasta que por fin llegamos.

Haciendo honor al calificativo que más se le ha asociado, hizo acopio de fuerzas y la fuerte Feli abrió los ojos, nos miró, sus ojos brillaron un instante, se posaron en África y en mí, sus labios dibujaban besos que nos enviaba a todos los que estábamos allí, sin que ninguno pudiera contener las lágrimas al ver a la persona más fuerte que conocíamos apagarse. Allí estábamos, rodeándola, todos a los que ella más amaba; su esposo, sus hijos, sus hermanas. Todos a los que dedicó su vida, su trabajo, su energía y su amor durante 76 años.

No hay palabras ni consuelo para la pérdida de a quien amas, es un camino que cada uno ha de recorrer como pueda, pero a mí me reconforta saber que mi madre y yo tuvimos un último encuentro, que una vez más nos miramos, me llamó guapa y nuestros labios se unieron en un beso de amor eterno. Me hace serenarme el hecho de que ella se supiera querida y arropada en ese paso a la otra vida, que escuchara nuestras voces diciéndole lo importante y valiosa que es en nuestras vidas. Me aligera el alma pensar que se marchó sin miedo, tranquila, con una fuerza renovada para empezar una vida en la otra vida, desde la que nos sigue cuidando y amando, desde la que se cuela en mis sueños para decirme que está bien.

Y sé que ella nos escuchó y nos sintió a su lado y también sé lo importante que fue para ella que así fuese porque, durante los dos años anteriores, en nuestras conversaciones diarias, habíamos hablado de lo horrible de la muerte durante la tal pandemia. Morirse nunca viene bien, no hay un momento que sea oportuno para tal cosa, pero entendemos que a todos nos llega. Mi madre decía que cada uno venimos al mundo con nuestro día, y eso quiero yo creer también, pero, en cualquier caso, lo que no debe ser es que teniendo uno familia, amigos y seres queridos muera solo. Y eso, parece de primero de humanidad y, sin embargo, durante los dos últimos años, miles de almas se fueron solas al más allá, tuvieron que hacer frente a sus miedos a solas, en la frialdad de una habitación de hospital, sin nadie que les agarrara la mano, que les susurrase palabras de amor y de esperanza al oído, sin el calor y el olor de sus seres amados y, eso, es una gran crueldad, lo mires por donde lo mires. Porque no había opción, porque establecieron protocolos para absolutamente todo, cómo lavarse las manos, saludar, estornudar, solo les falto establecer un protocolo de cómo caminar, pero se les olvidó el más importante, el protocolo de cómo acompañar a un moribundo en sus últimos días, como ayudar a que la vida siguiera siendo suficientemente humana como para no dejar que estas personas se fuesen en soledad. No dejaron que la gente libremente decidiera arriesgarse a agarrar el virus, ni siquiera, aunque hubiesen firmado una declaración de rechazo voluntario a ser atendido por coronavirus en caso de haberse contagiado mientras despedían a su ser amado. Estoy completamente segura de que muchos habrían firmado ese papel y habrían corrido a darle un beso más a su padre, madre, hermano o hijo. Tampoco había consuelo para los que se quedaban, porque también estuvieron aislados, y así cada uno se lamía sus heridas en la soledad de su casa. No puedo imaginar tamaña impotencia, frustración y amargura. Y, de verdad, desde aquí quiero expresar mi más hondo pesar por aquellos, incluidas algunas amigas, que tuvieron que vivir esa terrible situación.

Para el resto de mi vida, cuando piense en los últimos días de la vida de mi madre podré sentir la paz de haberla despedido al lado del resto de mi familia, la gran suerte que tuvimos de estar todos juntos fuera de ese periodo de inhumanidad, y volveré a sentir, una y mil veces más, el roce de sus labios en los míos de ese último beso que resumía una vida entera de amor de madre e hija.

Te amo mamá. Gracias por esperarme, gracias por todo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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