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Mi madre me enseñó muchas formas de ser y, entre ellas, me enseñó a ser natural, por dentro y también por fuera. A mi madre le gustaba verme ir al instituto con la cara lavada, la coleta alta y los libros en la mano. Esa era su imagen favorita de mí, siempre me lo decía. No hace falta decirlo, para mi madre yo era la más guapa y, por tanto, no necesitaba de retoques cosméticos. Pero, no era solo por eso, era porque ella misma solo se pintaba el ojo de vez en cuando y muy poquito. No es que no le diera importancia a estar presentable, es que seguramente se daba cuenta de que, para tal fin, no necesitaba dedicarse mucho tiempo, estar limpia y aseada si, eso era primordial, pero llevar los labios pintados o rímel en los ojos, no.

Cuando yo tenía 18 años fuimos a comprar algo de maquillaje para mí, por primera vez en mí vida; un par de sombras claritas, un rímel, una base de maquillaje joven, un pintalabios, un colorete y dos brochas. La brocha pequeña que compramos ese día juntas, hace 26 años, todavía está en mi mini bolsa de pinturas, que con los años no ha ido creciendo en lo más mínimo. Siempre he tenido la misma cantidad de cosméticos que compré aquel día, incluso menos, y, al igual que mi madre, me maquillo en muy pocas ocasiones y me siento realmente rara cuando lo hago. El resultado ni siquiera me gusta, tal vez porque nunca me he tomado el tiempo y la molestia de aprender a hacerlo con gracia, pero es que el tiempo es precisamente uno de los factores esenciales de todo este tinglado; no quiero dedicarle tiempo. Me cuesta pensar en tener que invertir diez o veinte minutos a un ritual que no me hace sentirme, ni de lejos, mejor.

Pero el maquillaje no es lo único que forma parte de este embolado de querer verse mejor, también las uñas, por ejemplo, con todo lo que eso conlleva; dejarlas crecer, limarlas, pintarlas sin salirse, despintarlas cuando empiezan a descascarillarse, o usarlas postizas, que creo que es aún más engorroso y caro. Eso si que nunca ha ido conmigo, ni siquiera en ocasiones especiales. Nunca he entendido muy bien que es lo especial de llevar las uñas pintadas, pero menos aún de llevarlas largas. Me parece que a todos los efectos y parafraseando a mi amiga Laura, otra que cuanto más natural va mejor se ve, llevar las uñas largas es como auto anularse capacidades a una misma, como volverse minusválida voluntariamente porque, por mucho que digan, no se puede hacer lo mismo con las uñas largas que cortas, te resta capacidad de maniobrar, hasta para cosas tan simples como escribir en un teclado.

Los tacones, otro de mis grandes no favoritos. Durante una época muy corta de mi vida usé algunas sandalias con tacón o botas de tacón en invierno ¡Qué horror! Eso si que son ganas de auto torturarse. Bueno, tal vez no para todo el mundo, mi amiga Maria Castilla se siente súper cómoda caminando en tacones y le encantan, entonces nada que añadir, pero no es mi caso, y en el de miles de otras mujeres yo sé que llevar esos tacones les supone un sacrificio, un suplicio. Recuerdo cuando salía a los pubs y algunas de mis entaconadas amigas no aguantaban más y se tenían que sentar, a descansar los pies porque les dolían hasta los gemelos y, después, todo esfuerzo de volver a caminar de manera normal era en vano, el daño ya estaba hecho. Y eso no es nada nuevo, a nivel máximo, los chinos lograron infligir este castigo hasta 1949 a sus mujeres, vendándoles los pies simplemente porque a los chinos les calentaba ver y tocar pies diminutos, ¡qué divinos ellos! Tal vez podrían haberse vendado ellos otra cosa también… En fin, una tortura y una fuente de beneficios para fisioterapeutas, podólogos etc.

La depilación, otra que tal. Esta es hasta polémica, porque parece que no depilarse es directamente un sinónimo de cochina. Respeto muchísimo a las mujeres que no quieren pasar por el también doloroso proceso de depilarse, porque duele y bastante, según para quien y con qué métodos. Recuerdo a mi madre poniéndose trozos de cera marrón super caliente en las pantorrillas, soplando y diciendo “¡¡¡ah ah ah!!!” y después pegándose un tirón “de ole y muy señor mío”. La piel se le quedaba enrojecida por un buen tiempo, si es que no llegaba a quemadura y, lo peor de toda depilación es que a los quince días puedes volver a empezar si gustas. Sin embargo, y con métodos menos rudimentarios, seguí el ejemplo de mi madre una vez más y me depilo desde los catorce años. Pero nunca he seguido modas como depilarme las cejas hasta el punto de que casi no se vieran para, años después, tener que tatuármelas porque lo que se llevan son las cejas gordas, o pasar por un láser de cuerpo entero para parecer una barbie y tener que hacer quien sabe qué, en algunos años más, cuando se lleve el vello en zonas más íntimas. No deberíamos olvidar que las modas son pasajeras, pero algunos tratamientos son irreversibles.

Y, ahora sí, el pelo. Hasta ahora lo había tenido claro como el agua. El pelo es, sin lugar a duda, uno de los elementos de manipulación más recurrentes, seguramente porque el efecto que tiene en el conjunto de belleza general es enorme. Una buena melena te puede hacer parecer mil veces más guapa que un pelillo ralo. Y, por ende, el color y la forma. Hay mujeres que se pasan la vida cambiándose el pelo de estilo, se ponen mechas, se lo tiñen, se lo alisan, se lo planchan, se lo rizan, se lo ondulan, se lo cortan…hacen de todo. Yo nunca hice nada de eso. A mi me ha gustado siempre mucho mi pelo, largo y liso, sin más. Nunca me ha interesado pasarme 2 horas sentada en una peluquería, gastarme un pastón y que, encima, después no me guste o peor, que sí me guste y tenga que volver al mes siguiente a perder otras dos horas. Uff, no, ni pensarlo. Lo único que le hago al pelo es cortarlo por razones obvias, y nunca mucho. En Sámara me lo corta mi amigo Roberto, que es peluquero retirado y tiene un arte con las tijeras sin igual. Gracias a él organizamos, de vez en cuando, una noche de cena y corte de pelo y, así , entre risas y vinos Roberto nos corta el pelo a unos pocos. Es una ecuación de ganancia para mí increible: no tengo que ir a la peluquería, no me gasto plata, me encanta como me lo deja y disfruto de la compañía de este maravilloso italiano y de otros compas.

Hasta aquí todo perfecto, pero… ¿y las canas? Nunca me lo había ni planteado, como si así pudiera evitar tener que tomar una decisión a ese respecto. Al igual que lo de depilarse, parece que dejarse las canas es lo peor que te puedes hacer a ti misma, ¡imagínate!, cuando lo realmente agresivo para el cuerpo de la mujer está perfectamente aceptado. Te lo dice todo el mundo, que las canas te envejecen, que te dan un aspecto sin lustre, como de mujer de pueblo de las de antes. Y yo me pregunto, ¿No será eso una convención social más? ¿De verdad a todas las mujeres les sientan mal las canas? Siguiendo con mi madre, mi modelo de belleza natural, ella se teñìa el pelo cada mes, desde los cuarenta y pocos años, con pocas ganas, la verdad. Siempre se quejaba un poco “ puf otra vez las canas…”, le daba pereza, obvio, pero lo hacía, hasta que el maldito cáncer le arrebató el pelo. Nunca voy a olvidar el día que la acompañé a la peluquería para que le raparan la cabeza. Era mejor eso que ir perdiendo mechones, pero fue muy duro. Para una mujer el pelo es lo más y la cara de mi madre, allí sentada, con la mirada baja y las manos apretadas, reflejaba el dolor de estar perdiendo algo que es mucho más que simplemente estético. Lo solucionó como todo lo solucionaba en la vida, se echó sus lágrimas y después lo enfrentó con esa energía tan suya. Fuimos a comprar unos gorros de vivos colores, porque la peluca le sentaba fatal, la verdad, y así pasó muchos meses de su vida, en diferentes ocasiones, con turbantes que la hacían estar preciosa.

Una vez superado su primer encuentro con la enfermedad, el pelo le volvió a crecer y, en pocas semanas, tenía un pelito blanco y cortito que le quedaba de maravilla. Nunca más se volvió a teñir el pelo, aunque si lo perdió un par de veces más y, cada vez, lo hacía con mas dignidad y menos dolor, para asombro de todos los que la rodeábamos. Y entonces, así con el pelo blanco, vi a mi madre más guapa de lo que nunca antes la había visto, seguramente porque su mirada tenía el brillo de la victoria sobre la enfermedad, pero también porque tener el pelo así estaba acorde a su belleza natural, esa de la que siempre hizo gala.

Yo sé que no es lo mismo tener el pelo canoso a los veinte, a los cuarenta o a los setenta, pero la verdad es que, además de mí madre, tengo otras amigas que se dejaron de teñir y, en lugar de parecer más viejas, lo que están es mucho más guapas. Me gustaría saber qué pasaría si todas las mujeres hicieran como los hombres y, simplemente, se dejaran las canas. Tal vez no se cuestionaría tanto, ni nadie lo vería extraño, tal vez dejara de ser un símbolo de vejez y decrepitud, de dejadez y de vagancia, tal vez ganaríamos una batalla sobre el sometimiento a lo estético, marcado generalmente por el hombre y no por la propia mujer, que es la que realmente sufre las consecuencias de todos esos procedimientos estéticos, que no nos hacen más guapas sino menos auténticas. A lo mejor deberíamos plantearnos, seriamente, llevar a cabo solo aquello que no nos suponga un castigo, una limitación o una carga y dejar de lado aquello que desearíamos no tener que hacer, porque la verdad, hoy en día, somos libres para decidir no hacerlo.

Voy a esperar a que me salgan más canas y ahí veo si sigo mis propios instintos o sucumbo a la presión social del canon de belleza. Aunque, conociéndome, sé que no duraré mucho sacrificando tiempo y dinero, especialmente cuando piense en mi madre, que siempre me inspiró un modelo de belleza basado en lo natural y práctico.

Gracias, mamá, una vez más.

 

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