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Hace casi dos meses decidí hacerme un tatuaje. Sí, seguramente me hayas oído decir muchas veces que yo nunca me haría uno. Es cierto. Lo dije, alto y claro, con total rotundidad y convencimiento, haciendo alarde de conocerme muy bien. Pues bien, me equivocaba, tal vez no me conozca yo misma tan bien como lo hace mi esposo, Patxi, quien desde hace tiempo sabía que acabaría haciéndome uno porque, según él, aunque yo diga lo contrario, me fascinan. Es verdad, me llaman la atención, me intrigan, despiertan emociones en mí, casi nunca un tatuaje me deja indiferente… porque los hay que son obras de arte esculpidas en piel y los hay que me causan hasta pesadillas, angustia, desazón.

El año que cumplí cuarenta años me planteé seriamente decorar mi cuerpo con uno pero, por no tener muy claro qué elemento, de tantos que me gustan, podría ser el elegido, decidí no hacerlo y me sentí aliviada, en cierto modo, de no hacerlo pues me estaba devanando los sesos pensando en frases cargadas de significado y dibujos que fueran muy de mí… no encontré nada, la verdad, con lo que me identificara realmente y, así, reafirmé que mi naturaleza es dubitativa y tendente a cambiar de opinión a cada rato  y eso era incompatible con lo de llevar algo para siempre, inamovible, casi que eterno. No es cierto que los tatuajes sean para siempre porque, hoy en día, con algo de dinero te los puedes hacer desaparecer sin rastro alguno… pero hacerse uno pensando en poder quitárselo es como casarse pensando en el divorcio… no sé, no me parece la mejor idea de entrar en algo.

Me olvidé del tema, sin más. Pero entonces pasó que hace ocho meses murió mi madre y comencé a hacerle homenajes, de distinta índole: Tengo una lista de Spotify que se llama “Mamá” en la que incluyo canciones que me hacen pensar en ella, que me despiertan ese sentimiento de amor único hacía ella, grabé un anillo con unas palabras alusivas a ella, a mí y a la fortaleza que siempre la caracterizó, pinto piedras que dicen “ te amo, mamá” y las dejo en lugares hermosos, como altares, a los que voy para rendirle mi amor y tener así un lugar, cerca de mí, donde llevarle flores, uso su perfume, le escribo cartas y le hago dibujos, colecciono sus frases, dichos y refranes, le dedicó mis blogs, las olas que surfeo, los atardeceres que veo, le hablo a mi hija de su abuela y lo hago con las palabras y los tonos con lo que mi madre le hablaba a ella. Todo lo que se me ocurre para tenerla viva en mi mente, en mi corazón y en mi día a día.

Entonces, la idea del tatuaje volvió. Pero esta vez no tenía que pensar cómo o de qué manera pintaría una parte de mi cuerpo, porque la idea vino a mi cabeza como si fuera una revelación, llegó de manera completa. Lo primero fue la palabra “Mamá”, quería tener esa palabra, que tiene un significado tan profundo y universal, en mi piel para llevarla siempre conmigo. Después vino la palabra “África”, mi hija, claro, porque mi madre, mi hija y yo somos una, no podía dejarla fuera, eso habría sido como pretender dibujar un círculo sin que las dos líneas se unan, imposible, ya no sería un círculo completo. El sol, porque es la esperanza de que tenemos una oportunidad nueva cada día, porque el sol es la fuente de vida sin la cual nada existiría, porque ella le decía a mi hija “Eres un sol de niña”, el sol con toda su luz, calor y vitalidad.

El mar, con su fuerza arrolladora como la que siempre tuvo mi madre. Hasta el último aliento demostró ser la mujer más fuerte que he conocido en mi vida (“más dura que los garbanzos de Peñasordo”, decía ella, y se echaba una risotada de lo brutisma que sonaba la metáfora). El día del funeral de mi madre leí un poema que dice que el rio no muere, sino que se convierte en océano, y lo elegí para convertir así a mi madre en un océano infinito, invencible, poderoso, bravo y pacífico al mismo tiempo, tal y como era ella.

Lo enmarqué todo en una tabla de surf, porque sin ser yo una gran surfista, este deporte es una pasión para mí. Cuando surfeo me mimetizo con el mar, siento todo de lo que es capaz esa inmensa masa de agua bajo mi tabla. Surfear me pone frente a frente con mis miedos más profundos y me brinda la oportunidad de salir triunfal de ellos. Es lo que yo llamo “El poder terapéutico del surf”.

Y unas pequeñas flores, en concreto la flor de Frangipani o Plumeria, que simboliza la inmortalidad. Las flores con su increíble belleza y su capacidad para conmover con su imponente y delicada presencia e increíbles fragancias. La flor que encuentro en el camino al mirador de la Feli, en playa Izquierda. Las flores que iluminaban la mirada de mi mamá cuando su jardín explotaba de colores y olores en abril.

Y como tampoco soy muy original, pues también hubo canción, claro. Sé que está muy manido lo de las canciones, pero bueno ni digamos lo de hacerse tatuajes que “hasta el menos pintao” lleva uno, pero caí en un profundo enamoramiento con la canción que le puso el broche final al tatuaje con la frase “Hasta la raíz”. La canción, por si alguien no lo sabe, es de Natalia Lafurcade y, al oírla con detenimiento, me di cuenta de que hablaba de esas personas que ya no están, pero a quienes se ha querido y se va a querer por el resto de la vida, en mi caso mi madre, y también de aquellas que todavía están y a quienes también amas y amarás por siempre, mi hija. Y habla de un amor que no solo es eterno en el tiempo, sino que es profundo, tan profundo que llega hasta la raíz de uno mismo, hasta donde nada más puede llegar lo que es verdadero, único, incondicional. La raíz, lo que conecta a una planta con su sustento, lo que nos da vida.

Pues con todo esto en mi cabeza, creado como por arte de magia, me fui sin pensármelo mucho al estudio de mi amigo tatuador. Además, otro amigo, Jose el Ché, me dijo que si me lo hacía él me lo pagaba, porque era mi viaje y no tenía que explicarle nada a nadie; bueno Jose, he aquí las explicaciones, sorry, pero gracias por este regalo tan indeleble.

Y, así pues, tenía razón Patxi con lo de que me acabaría haciendo uno, pero yo tampoco iba desencaminada en lo de que no estaba en mí llevar algo pegado que no pudiera quitarme y ponerme a mi antojo. Casi cada mañana me cambio la amatista por la labradorita, la piedra luna por el cuarzo, que a modo de colgante siempre llevo en el cuello, y un tanto igual me pasa con las pulseras, el reloj y, menos pero también, con los anillos. Nada me dura más de dos días puesto, me canso, me gusta más el que está colgado de la barra que el que llevo puesto y así paso en un quita y pon de accesorios. (Curioso que no me pase con el pelo, lo tengo del mismo color y de la misma forma desde los doce años)

Además, cuando compro algo nuevo tiendo al arrepentimiento. La ilusión con la que lo compré se transforma en duda nada más cruzar la puerta de mi casa, y empiezo a meditar la posibilidad de devolverlo, cambiarlo o usarlo como regalo para otra amiga (esto sé que lo heredé, por imitación, de mi madre que, cuando por fin compraba algo, casi siempre lo acababa devolviendo o diciendo “No sé para qué me he comprado esto…”). Pues, lo mismo me pasó con el tatuaje, ni bien habían pasado dos días empecé con las dudas; que si era muy grande, que si tenía que estar más a la derecha, o mejor a la izquierda, o aún mejor hubiera sido hacérmelo en el otro brazo, o no, mucho mejor no haberlo hecho, o al menos más pequeño… o menos colorido… mil y una opción pasaron por mi cabeza a lo largo de un mes. También pensé y me torturé con la idea de que mi padre se iba a enfadar mucho, pues a él no le gustan nada… y ya no podía quitármelo sin más, como los collares o las pulseras. Tanta fue la comedura de tarro que hasta me salió un herpes o un eczema o algo similar justamente al lado del tatu.

Pero ya se me ha pasado el eczema, y también las dudas, y ahora estoy convencida de que ni gratis me quitaría el tatuaje, pues representa mi amor por mi madre, por mi hija y por mí misma como parte de este trio del que me siento tremendamente orgullosa de ser el nexo de unión, y lo luciré con orgullo hasta el día que me muera. Lo que no sé es si me haré otro algún día… pero eso será otra historia.

 

 

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