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Cada ocho de abril hay una persona que lo primero que hace al levantarse es acordarse de su hijo Paco y después de mí. Esta persona es mi tía Vicenta y es, sin duda, una de las personas más buenas que he conocido en toda mi vida. No sé cuales habrán sido sus pecados o faltas, nadie es perfecto, pero creo que habría que rebuscar mucho para encontrárselas. La Vicenta, porque así es cómo nos conocemos todos dentro de la familia (con un artículo delante para identificar que es la de la familia y no otra: La Feli, la Lala, la Pepa…) tiene esa forma de hablar que te invita a que le confíes lo que quieras, porque sabes que ella te va a escuchar con el corazón, por eso, nunca la he oído recriminarle nada a nadie, ni ofuscarse, ni perder los nervios, ni hablar en tono de enfado. Tampoco la he visto nunca querer tener la razón, ni llevarle la contraria a nadie, y tampoco la escuché nunca quejarse de lo que la vida le ha puesto en el camino, aunque sí escuché a mi madre que le decía “que desgraciaita eres hija mía, Vicenta” a lo que ella respondía “a vé y qué le vamos a hacer Felisa, hijamía”. Así hablaban mi madre y ella, contándose cada una sus penas durante los más de cincuenta años en los que fueron no solo cuñadas sino amigas, sin que se enfadaran o tuvieran un solo malentendido en todos esos años: “hasta otro rato, Vicentilla” se despedía mi madre.

Para mí, mi tía Vicenta es lo más de lo más, pues es una de las personas de las que más amor he recibido. Desde que soy pequeña mi tía me ha dado amor, amor puro y verdadero, amor desinteresado, amor sin condiciones y sin reclamos. Cuando éramos niños e íbamos de visita a Fuenlabrada de los Montes, después de estar un rato en casa de la Luciana, (¡Ah! mi Luci, que cuando me veía llegar, daba una palmada juntanto las manos en el pecho, se le colgaba una sonrisa de oreja a oreja y con los ojos rebosantes de chispas y de ilusión decía casi gritando: ” Madre, madre, Felisa,¿ pero cómo puede ser tan bonita esta niñaaaa? y me apretujaba y soltaba algún improperio de los suyos de la felicidad que le entraba por vernos a todos. La Luci ,que siempre ha dado más de lo que tenía, que siempre derrocha amor), mi hermano Luis y yo nos íbamos directos a la casa de la Vicenta, porque allí estaban Fernandito y la Ana, nuestros primos con los que pasábamos todo el día inventando qué hacer en las largas horas de la siesta extremeña. Mi tía nos ofrecía de todo, galletas, leche, churros, café ( no bebíamos café por entonces porque éramos pequeños, pero a ella le daba igual, si lo queríamos nos lo daba). A mí me colmaba a besos, me decía que qué rebonita era y yo me sentía feliz entre los pliegues de su generoso pecho cuando me apretaba. Nos hacía bromas y se reía mucho con nosotros, y nos daba dinero para que fuéramos a comprar chucherías al quiosco. Me admiraba ese gesto tan sencillo porque mi madre nunca lo hacía con sus sobrinos, y también envidiaba a mi prima porque yo veía que hacía lo que quería y su madre nunca la regañaba. Mi madre, sin embargo, siempre fue regañona, como yo ahora con mi hija, todo hay que decirlo.

Cuando la Vicenta te pregunta por algo, espera a escuchar tu respuesta completa, no se impacienta ni te corta, y se queda siempre satisfecha con la respuesta que justifica tu acción: “a ve, no, si tienes razón, niña”. Cuando le enseñas algo que has hecho te lo alaba con palabras llenas de sentimiento y ternura “Qué bonito, precioso, vaya cosa más bien hecha, hija”. Cuando habla de mi padre, que es su hermano pequeño, “mi Fernandillo” lo llama, se le llena la boca de palabras de admiración, de lo listo que siempre ha sido, lo guapo y lo bueno que es para todo.

Ella te acuna con su voz y su acento extremeño, te arrulla con su paciencia y optimismo, te envuelve en una gasa de cariño de la que sabes que no te vas a caer. En su inmensa bondad, con la Vicenta sientes que los problemas tienen solución y que nada puede ser tan grave como a uno le parece.

Si pudiera guardar en mi memoria para siempre un par de recuerdos de mi infancia, de esos que te sacan las lágrimas de puro amor, me quedaría con el de mi tía y yo, cogidas de la mano, caminando en una noche estrellada las callejuelas de ese pueblo de mi niñez, sintiendo que con ella todo, absolutamente todo, estaba bien. Y otro recuerdo que atesoro es de un ocho de abril, en el que recibí por primera vez en mi vida un paquete por correos. Era un regalo de mi tía por mi séptimo u octavo cumpleaños, y era un banquito hecho con palos de polo y una muñequita de trapo sentada en él. Ese regalito ha sido posiblemente el más hermoso de todos los materiales que he recibido, por su sencillez, su ternura y por todo el amor que contenía, tanto que, siendo yo una niña, me llegó directo al corazón y, aunque el banco se acabó perdiendo, el amor que contenía lo sigo llevando dentro de mí.

La foto que ilustra este artículo es de mi tía y mi hija. No tengo ninguna foto de las dos cuando yo era pequeña, pero tengo esta que transmite fielmente el amor del que hablo, ese amor que si has tenido la suerte de abrazarla sabes exactamente cual es, ese que es tan especial que no hay palabras, versos o poemas que puedan explicarlo. El amor de la Vicenta lo sientes en lo más profundo del corazón, con belleza infinita.

 

 

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